Texto del Pregón de Navidad 1997
de la Asociación Belenista de Álava,
a cargo de D.ª Paloma Gómez Borrero
A mediodía de ayer, domingo 21 de diciembre de 1997, ante el público que llenó el Teatro Principal Antzokia de Vitoria-Gasteiz, en un acto amenizado por un concierto de villancicos y música de distintos autores vascos a cargo de la Banda de Música de la Ertzaintza, D.ª Paloma Gómez Borrero, periodista y escritora, muy conocida por haber sido corresponsal de TVE en Italia y el Vaticano entre 1976 y 1983, pronunció el siguiente Pregón de Navidad.
«Ilustrísimo Sr. Alcalde, autoridades todas…, señoras y señores.
Me siento muy feliz de estar hoy con todos ustedes, muy orgullosa y agradecida por haberme elegido pregonera de las fiestas de Navidad.
Faltan muy pocos días para que en el mundo vuelva a resonar el augurio de paz y esperanza que hace 1997 años los ángeles anunciaron a unos pastores de la región de Judea, que no muy lejos de allí, en Belén, había nacido el Niño Dios. En el umbral del tercer milenio, cuando el mundo vive en un clima de odio y violencia, el canto de los ángeles es una necesidad en el corazón de todos. Por eso también, con este deseo de paz comienzo mi pregón de Navidad, de una Navidad que en tantas partes del planeta Tierra todavía se vive entre el silbar angustioso de las balas, el ruido ensordecedor de los misiles, entre muerte, desolación, miseria, hambre; los cuatro jinetes del Apocalipsis; de hoy.
Que esta Navidad que da paso al año nuevo, traiga fraternidad, convivencia en armonía entre los hombres. Y en los lugares, como en este queridísimo País Vasco, el silencio de la muerte, el terror de las armas deje paso al canto de la vida. Como me dijo un día Lech Walesa, «que las pistolas se carguen con flores».
Vengo a Vitoria hoy, a Vitoria la bella, la de los miradores blancos como transparentes palomas, a esta ciudad que me cautivó desde el primer instante en el que me adentré en ella, donde me perdí enamorada de su encanto por sus calles y plazas, donde me arrodillé a rezarle a la Virgen Blanca, como una vitoriana más. He venido a Gasteiz abrazada por campos verdes como esmeraldas, montes verdes como la esperanza, con el deseo de traeros el eco de la Navidad Vaticana, con el telón de fondo de la maravillosa plaza de San Pedro que se abre como un inmenso abrazo para acoger a la humanidad en un apretón de amor.
Desde hace siglos, a partir del primer domingo de Adviento, Roma se puebla de Nacimientos. Al igual que en Vitoria, donde no viene Papá Noël, sino el Olentzero, y la tradición del belén, a pesar de la dura competencia del árbol, perdura. Sé que es costumbre ir a admirar el Nacimiento monumental del parque de la Florida, donde muchas familias cumplen con el rito de pasear, normalmente bajo un frío helador, por los sinuosos senderos, a cuyos lados se van descubriendo las figuras y las casas a tamaño real de un belén tradicional, mientras se escucha música y villancicos. Y al terminar, creo que para calentarse un poquito -como quizás hicieron también los pastores y los Reyes Magos– os tomáis un vaso de vino caliente.
También es precioso el Nacimiento de la Iglesia de los Carmelitas. ¡Cuánto cariño y mimo hay dentro de él! Cada detalle está cuidado, pensado, realizado. Y en esos otros belenes que me han impresionado y alguno ¡impactado!: me han hecho meditar.
En la Ciudad eterna, también tenemos nacimientos artísticos preciosos. Los más populares son el del Ayuntamiento de Roma, que se instala en las escalinatas de la plaza de España trasladando el belén y la cueva al típico barrio del Trastévere; también es muy famoso el de los barrenderos de San Pedro, el único además que tiene el privilegio de recibir la visita del Papa.
En la segunda Navidad de su pontificado, Juan Pablo II se acercó a las montañas del Apenino Central, al pueblecito de Greccio, al monasterio donde vivió Francisco de Asís, el juglar de Dios. Francisco, aquella noche plagada de estrellas, evocó la llegada de Jesús a la tierra. El entusiasmo que se desprendía de su voz recordaba los signos de alegría de los pastores; al terminar de hablar, el pobrecito de Asís se inclinó sobre la piedra pesebre para adorar la imagen y ocurrió el milagro… el Niño sonrió. A partir de entonces, comenzó a extenderse por doquier la costumbre de representar de forma plástica la venida de Jesús.
El primer Papa polaco de la historia quiso revivir la noche de Greccio y se acercó por ello al monasterio franciscano para arrodillarse ante el altar del milagro y meditar en la celda estrecha y austera de San Francisco. A Greccio, Juan Pablo II, sólo fue aquella Navidad. Después siempre la celebra en su apartamento en el tercer piso del Palacio apostólico.
En el comedor hace colocar el belén que se trajo de Cracovia (Polonia), y otro junto al altar, en su capilla privada. Antes de celebrar la Misa solemnísima de media noche en la basílica de San Pedro, Juan Pablo II distribuye -según la costumbre de su patria- una fracción de pan blanco rectangular, llamado Optalzk, a los pocos invitados a su mesa: a las religiosas polacas que le cuidan, a su secretario particular (D. Stanisław Dziwisz), y a algunos otros monseñores. Es tradición polaca compartirlo la noche del 24 en señal de unión y de concordia. La cena también tiene sabor de patria; la prepara Sor Tobiana y consiste en diversos tipos de verdura y de pescado (la carpa no puede faltar).
Antes de bajar a la basílica para celebrar la Misa, Karol Wojtila deja encendida una luz en la ventana de su despacho; una vela símbolo de que en esa casa se está a la espera de la llegada del Niño Jesús. Es la antorcha-guía para que encuentren refugio quienes buscan un hogar o un lugar donde hallar cariño.
Juan Pablo II ha sido también el primer Papa que ha hecho que tengamos un belén en la plaza. Parecía imposible, pero en una Roma poblada de nacimientos faltaba uno en el centro de la cristiandad… ¡Hasta 1982! Ese año, las gigantescas figuras que el príncipe Alejandro Torlonia mandó esculpir en 1946, se dispusieron bajo una cabaña construida junto al obelisco. Son ocho figuras de casi tres metros de altura a las que viste, con atuendos de época, una religiosa franciscana española: la modista española del nacimiento vaticano, sor Áurea.
Pero quiero revivir con ustedes, por unos instantes, otra Navidad vaticana… con un Papa muy querido. ¡Con Juan XXIII! Era el año 1958. Hacía dos meses que el patriarca de Venecia, Angelo Roncalli, había sido elegido sucesor de Pío XII. Una tarde, de improviso, convocó a cardenales y prelados de la curia; todos se preguntaron qué noticia importante iba a comunicarles el Santo Padre. ¿Cuál sería la razón de tan inesperada e insólita audiencia? Según iban llegando, los gentilhombres de su Santidad los acompañaban a la estancia donde estaba el nacimiento de Pío XII comprado en Alemania en su primer año de nuncio apostólico en Baviera. Eugenio Pacelli nunca se separó de su presepio; eran las figuritas esculpidas en madera del valle de la Gardena… Como Juan XXIII no se había traído al Vaticano el suyo (el de su familia se había quedado en la modesta casa de Sotto il Monte donde acudía siempre a celebrar las Navidades con sus hermanos), en el palacio apostólico pusieron el de su predecesor. Aquella víspera de Nochebuena, Juan XXIII les había llamado para que todos juntos cantaran y entonaran las alabanzas al Señor que iba a nacer. No quería que pasaran las fiestas sin su felicitación y sin entonar las alabanzas al Santo Bambinello que iba a nacer.
Fue también en torno a Navidad, pero ya en 1962, cuando el Papa Roncalli se encontró muy enfermo, le habían diagnosticado un cáncer… Por eso, al terminar la octava de Navidad, y sabiendo bien que la muerte le rondaba, se despidió diciendo: «el año que viene ya tendréis otro Papa; ya no estaremos juntos».
En efecto, aquella Navidad, fue la última que celebró en San Pedro; las últimas fiestas ante «su» belén que unos años antes le habían regalado sus queridos gondoleros venecianos (que como sabían que no lo tenía le compraron uno de precioso cristal de Murano).
A la muerte de Juan XXIII, será elegido un milanés aristócrata, culto, hábil diplomático, el cardenal Gianbattista Montini, que tomará el nombre de Pablo VI. Su primera Navidad sueña con pasarla en la ciudad de Belén, pero el temor de atentados, la tensión política, la susceptibilidad del gobierno de Israel lo impiden. Pablo VI irá unas semanas más tarde. El 4 de enero, la víspera de la Epifanía entra en la ciudad donde nació Jesús y se cumplirá su deseo de recorrer el camino de Cristo; de hablar de paz en una tierra donde anida el odio, la venganza… Pablo VI celebró la Misa en la gruta de la Natividad. La peregrinación la había comenzado subiendo al monte Calvario y siguió, adentrándose entre los árboles milenarios, del monte de los Olivos. Fueron tres días que hicieron historia. Durante tres días el mundo tuvo el corazón en vilo temiendo que le pasara algo al Papa, ya que el terrorismo estaba desencadenado.
«Paz a esta Tierra Santa. Paz para quienes en ella viven», dijo Pablo VI en el aeropuerto de Ammán… «Shalom» dijo al despedirse del presidente Zalman Shazar. No fue una palabra elegida al azar. «Shalom», repitió al saludar a las autoridades cuando se subió en el coche que lo condujo a lo largo de esos 100 metros de carretera (tierra de nadie entre las dos Jerusalén).
«Shalom», paz, repetía mientras sus ojos grises parecían volverse más claros. Era la primera vez que el hermoso saludo hebreo se escuchaba en labios de un pontífice.
La paz será la constante del pontificado Montini, y, persiguiendo esa paz, seguirá infatigable su sucesor Juan Pablo II.
En Hiroshima, símbolo de horror y destrucción, Juan Pablo II lanzará un llamamiento a la vida, a la humanidad y al futuro:
«Señor Dios:
escucha mi voz que es la voz de las víctimas de todas las guerras y violencias.
La voz de los niños inocentes que sufrieron y sufren.
Mi voz habla en nombre de las multitudes que no quieren la guerra.
Ayúdanos a responder con amor al odio.
A la injusticia con la total entrega y dedicación a la justicia.
A la guerra… con la Paz.»
Ese grito de concordia que el Papa volvió a repetir en la ciudad de Ayacucho, en Perú. Una zona convulsionada por el terrorismo de Sendero Luminoso, esa organización que no tiene más ideología que la de matar. En Ayacucho, Juan Pablo II penetró en la realidad dramática y cruel del odio desencadenado. Aquí levantó su voz contra la violencia y la injusticia. Esa voz que muchos no quieren escuchar o prefieren olvidar.
«No podéis -dijo- continuar amenazando de muerte. ¡Basta ya! La lógica despiadada de la violencia conduce a la nada. Buscad las vías de diálogo». Y terminó implorando algo que muchos de vosotros deseáis desde lo más profundo de vuestras almas: «En nombre de Dios cambiad el camino y convertíos a la causa de la reconciliación y de la Paz».
Permitidme que hablando de fraternidad y armonía termine con el encuentro de paz único, irrepetible y maravilloso del 27 de octubre de 1986, en Asís. Ese día callaron las armas para permitir que la tierra saboreara por un día el verdadero significado de la palabra PAZ… No se disparó un solo tiro, los hombres del terror y los hombres de la guerra aceptaron la tregua.
La paz es el eje siempre, la mañana del 25 en la ciudad eterna, del mensaje de Navidad del Papa. El mensaje que precede a la bendición Urbi et Orbi. «El Príncipe de la Paz ha nacido… Unámonos todos, hombres y mujeres del mundo, de este mundo inquieto de hoy para formar una inmensa corona de corazones en torno a la gruta donde Dios se hizo hombre; que esta Navidad sea de esperanza, de amor y de concordia, porque Dios está con nosotros. Aunque el mundo no le conozca, o no le quiera conocer… ¡Él es! Aunque los suyos no le acepten o no le quieran aceptar… ¡Él viene! Aunque no haya sitio en la posada… ¡Él nace!»
Unámonos todos, hombres y mujeres del mundo. Hombres y mujeres de esta Vitoria con solera y señorío. Despierten los que todavía tienen el corazón dormido, para escuchar y no perder el canto de alegría de los ángeles… ¡¡PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD!!
Que este augurio de esperanza nos despierte a todos, que somos -señoras y señores- los pastores de nuestro destino. Un destino que ojalá parta de Gasteiz y los vitorianos sean los constructores de la civilización del amor, y al igual que los pastores, al acercarse al pesebre se inclinaron ante el niño Dios, en los umbrales del tercer milenio… Dejadme que en Vitoria, en esta Navidad yo ponga de rodillas mi corazón.
¡Gora Gasteiz, Zorionak eta Urte Berri On!»
Paloma Gómez Borrero
Vitoria-Gasteiz, 21 de diciembre de 1997