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Portada de la revista ¡Aleluya! n.º 10 - Asociación Belenista de Valladolid (2015)

Las Navidades de Teresa de Jesús, por Javier Burrieza Sánchez

27 Nov 15
Presidencia FEB
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Las Navidades de Teresa de Jesús

Artículo publicado en la revista ¡Aleluya! nº 10 (2015) de la Asociación Belenista de Valladolid

Imagotipo de la Asociación Belenista de ValladolidYa ha concluido oficialmente el V centenario del nacimiento de la madre Teresa de Jesús, aunque no por ello debemos olvidar lo mucho que hemos aprendido, leído, contemplado y disfrutado. La santa reformadora se encuentra profundamente asociada a la Navidad como lo está literaria, lírica y musicalmente toda la familia del Carmelo. Con motivo de la mencionada conmemoración, tuve la oportunidad de analizar la presencia de la Pasión y Muerte de Cristo en su obra. Sería incompleto mi análisis si no recordase las alegrías de la madre Teresa en tiempo de Navidad y las pequeñas escenas vitales que a este tiempo se asociaron.

La expansión que hizo de la devoción a san José se vinculaba al tiempo del nacimiento y la infancia de Cristo. Las palabras de la monja abulense no aludían al anciano que se hallaba en segundo término en las escenas medievales de la Natividad, prometido con la jovencísima doncella y virgen. La escritora aplicaba a este misterio un sentido familiar que le permitía hablar de la propia de Cristo en la tierra. Ella misma gozó de una realidad privilegiada que ha permitido hablar de singulares ternuras cuando se ha definido su casa. Vinculaba la oración, desde su Libro de la Vida, a la realidad familiar de Jesús, María y José: “en especial, personas de oración siempre le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino” (Vida 6,8).

En esas mismas líneas mostraba su confianza en quien actuó como padre de Jesús en la tierra, pretendiendo infundir esa misma confianza en quien la leía y conocía, como demostró en el nombre de tantos conventos que fundó y que los puso bajo su protección, como lo estaba el mismo Cristo desde su nacimiento: “sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere; y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle devoción”.

Nino Jesús Peregrinito de la primera profesa en Valladolid, Ana de san Jossé

Nino Jesús Peregrinito de la
primera profesa en Valladolid,
Ana de san Jossé

En sus fundaciones, la contemplación al propio Niño Jesús era una costumbre propia y de sus monjas, aunque no se reducía sólo a las carmelitas. De ahí que encontremos en tantas clausuras del barroco español esa proliferación de la advocación de Jesús como infante que nace, crece y acompaña, “en sabiduría, estatura y gracia”, según indicaba el evangelista Lucas. Ya informaba a su superior, el vallisoletano padre Jerónimo Gracián, cómo su hermana –la del fraile carmelita-, llamada Isabelita (una de esas niñas que vivían en estos conventos de descalzas) “cuando no es hora de recreación, está en su ermita tan embebida en su Niño Jesús y sus pastores y su labor, que es para alabar al Señor, y en lo que dice que piensa”. Por eso, no era extraño que la madre Teresa regalase a sus monjas alguna imagen devota del Niño Jesús, como aquel que conservó toda su vida en el Carmelo de Valladolid la primera profesa del mismo, Ana de San José, el “Niño Jesús Peregrinito”, que acompañaba en todos sus trabajos a esta monja. Y cuentan las cronistas de la casa que, en cierta ocasión, que se le olvidó en la huerta, la misma imagen le advirtió del abandono: “¡Mira, que me dejas sólo!”. Era la exaltación de la infancia divina, en un tiempo -hasta no llegar a la Ilustración no se producirá un giro- en que no se valoraba la niñez, vagando numerosos niños por la calle abandonados, multiplicándose el número de expósitos, atendidos hasta donde podían llegar por los cofrades que estaban bajo la protección, y no es casualidad, de san José.

Parecen recordar nuestras felicitaciones de Navidad aquella que inicia la madre Teresa ya en enero de 1581 a su hermana pequeña Juana de Ahumada: “en extremo he deseado saber cómo está y les ha ido esta Pascua”. Ella, monja de clausura, pero siempre poseedora del sentimiento familiar: “puede creer que han pasado muchas [Navidades] que nunca tan presente tuve a vuestra merced y a esa casa para encomendarles a nuestro Señor”. Dimensión familiar de la Navidad, la manifestaba a través de las “letras” que eran para cantar y que remitía a sus propios familiares. En las Pascuas de 1576 compuso unos villancicos musicales que envió a su hermano Lorenzo de Cepeda, el 2 de enero del año siguiente. Las compartió con él y con sus sobrinos, de los que vivió tan pendiente: “estos villancicos que hice yo, que me mandó el confesor las regocijase y he estado estas noches con ellas y no supe cómo sino así. Tienen graciosa sonada, si la atinare Francisquito para cantar”.

Es la Teresa de Jesús íntima que se manifiesta de manera encantadora en las cartas, responsable de hacer feliz a los que le rodeaban en los días del Nacimiento: “gran fiesta tuvimos ayer con el Nombre de Jesús”, que era el 1.° de enero, solemnidad muy celebrada por sus buenos amigos los jesuitas. Y aunque en aquel tiempo no existía el actual sentido de la propiedad intelectual, ella especificaba: “esas coplas que no van de mi letra no son mías, sino que me parecieron bien para Francisco”. Estaba muy extendido en sus “palomarcicos” que las monjas mostrasen su alegría y su arte en el Nacimiento de Cristo, “hay gran cosa de eso estas Pascuas en las recreaciones”. La fiesta se desbordaba tanto que ella misma reconocía de sus letrillas “ni tienen pies ni cabeza, y todo lo cantan”. Incluso ella, que según reconocía alguna de sus hijas, no contaba con una gran voz. Pero el misterio de la Navidad la aportaba intensos momentos de encuentro: “ahora se me acuerda uno que hice una vez estando con harta oración […] ¡Oh, Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras! / Sin herir dolor hacéis, / y sin dolor deshacéis / el amor de las criaturas. / ¡Oh, nudo que así juntáis / dos cosas tan desiguales! / No sé por qué os desatáis, / pues atado fuerza dais / a tener por bien los males. / Juntáis quien no tiene ser / con el Ser que no se acaba: / sin acabar acabáis, / sin tener que amar amáis, / engrandecéis nuestra nada”. Se encontraba en Toledo, y era el segundo día del año como ella misma confesaba, en una carta que parecía no tener prisa de acabar, pues mucho era lo que le tenía que decir a su querido hermano.

Sagrada Familia con san Juanito, obra de Il Bagnacavallo, Carmelo de Valladolid

Sagrada Familia con san Juanito
Il Bagnacavallo
Carmelo de Valladolid

Eran aquellos tiempos difíciles para el Carmelo descalzo naciente -“qué duros estos destierros”-, en unas Navidades en que vivía confinada en un Toledo invernal -“¡Oh, qué hielos hace aquí! Poco falta para ser como los de Ávila”-. Y a pesar de la tristeza por las dificultades, quería que sus hijas manifestasen su alegría por esta Pascua, “Jesús sea con vuestra reverencia, hija mía. De razón buenas Pascuas habrán tenido”. Eran las palabras que dirigía a su amiga María de San José, la gran escritora del Carmelo durante siglos ocultada, priora de Sevilla: “harto en gracia me han caído las coplas que vinieron de allá”.

Será en las siguientes Navidades cuando, en la vigilia de Navidad, Teresa de Jesús se rompa el brazo izquierdo, al caer por unas escaleras del convento de San José de Ávila. A partir de entonces será indispensable la ayuda personal y hasta en letras de su querida enfermera, convertida en secretaria, Ana de San Bartolomé. En su cansancio y enfermedad, con poco se contentaba en las vísperas de las Navidades de 1579, como le confesaba a fray Jerónimo Gracián desde Malagón: “¡Cómo me acuerdo estos días de la noche de Navidad que me hizo pasar una carta de vuestra paternidad ahora ha un año! Sea Dios alabado que así mejora los tiempos”. En las de 1580, sin embargo, estuvo dispuesta a viajar y, tras pasar el día de Navidad por tercera vez en su vida en Valladolid, el día de los Inocentes, en pleno invierno, realizó el camino que separaba esta capital castellana de la de Palencia: “yo salí, con mis compañeras con harto recio tiempo”. Iniciaba una de sus últimas fundaciones en ese Carmelo rodeado de gentes de “buena masa”, como afirmaba encontrar entre los palentinos.

Así pues, interés por saber cómo su familia habían vivido las Pascuas; contemplar la sacralidad de la familia que vivió el nacimiento de Cristo y manifestación alegre de este misterio del Dios amigo, que se abaja y que como muchos años después escribió Ana de Jesús, “por hacernos señores / se sujeta a nuestras leyes / y se carga de dolores”.

San José Custodio de Cristo. Gregorio Fernández 1619. Carmelo de Valladolid

San José Custodio de Cristo
Gregorio Fernández, 1619
Carmelo de Valladolid

La música popular estaba presente en las celebraciones conventuales en esta de Navidad y en otras muchas ocasiones. Música con ausencia de instrumentos, como lo prueba un manuscrito del Carmelo de Cuerva manejado por Antonio Baciero, el cual se remontaba a los días de la Madre: “el danzar, que entonces, y aquellos tiempos la santa Madre y sus hijas usavan era no arregladamente, ni con vigüela, sino davan unas palmadas como dize el rey David “omnes gentes, plaudite manibus” y discurrían assí con armonía y gracia de espíritu más que de otra cosa”. Parece ser, por la presencia de algunos instrumentos en los conventos, que podían utilizar las monjas los propios de percusión, como eran los panderos, castañuelas o sonajas, además de flautitas, subrayados como los más probables por Antonio Bernaldo de Quirós.

Podemos conocer nuevos datos en lo que declaraban las monjas de la madre Teresa con motivo de su proceso de canonización. La mencionada Ana de San Bartolomé subrayaba que la reformadora “hacía muchos regocijos y componía algunas letras en cantarcillos a propósito dellos y nos lo hacía hacer y solemnizar con alegría”. ¿Esta composición incluía también la música o solo era la letra? La priora de Valladolid, sobrina de la santa, María Bautista, describía el momento de la procesión del Niño Jesús, “cantándole alabanzas y componiéndole coplas, que también tenía en eso particular gracia”.

Y así con la música, las investigaciones de la mezzosoprano Sonnia Rivas nos han propuesto una hipótesis interesante para el debate. En esas paraliturgias carmelitanas en torno a los días de la Navidad -en las que tampoco faltaban con entusiasmo los descalzos, como fray Juan de la Cruz- parecía que todo se complicaba y que era plausible la existencia documental de adaptaciones de composiciones poéticas religiosas a la música popular española -entonces ya no estaríamos solamente hablando de percusión-. Melodías que encajaban adecuada y métricamente, sustituyendo las letras originales y profanas por otras espirituales. Eran las “transformaciones a lo divino” que la propia Sonnia Rivas ha cantado y grabado.

Lo cierto es que como he tenido ocasión de comprobar, estas monjas descalzas del Carmelo eran mujeres de letras y, además, así las quería la propia madre Teresa. Su priora en Sevilla, María de San José, lo confirmaba: “todo se pasaba riendo y componiendo romances y coplas de todos los sucesos que nos acontecían”. Fue la herencia que asumieron las monjas y que hoy debe convertirse en un ejemplo, demostrando el modo sencillo, alegre y familiar con el que puede volver a nacer Cristo en un sencillo “palomarcico”, tal y como se lo enseñó su madre Teresa, siempre presente y actual: “despertad, pues, que ya es hora -escribía la gran poetisa del Carmelo vallisoletano, Cecilia del Nacimiento-, que presto veréis nacido / al Sol que viene vestido / de la bellísima aurora”.

Javier Burrieza Sánchez
Universidad de Valladolid

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