Los orígenes del belenismo, por M.ª Pilar de Pablo Catalina
(Artículo publicado en la revista El Pastor de Nochebuena n.º 1 (2001) de la Asociación Belenista de El Burgo de Osma)
Las primeras y más importantes fuentes literarias del ciclo de la Natividad fueron los Evangelios de Lucas y Mateo. Mateo narra el nacimiento de Jesús en el contexto de la Judea dominada por la ocupación romana, texto recogido en su capítulo 2, versículos 1 al 20:
[…] Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto, ordenando que se empadronase todo el mundo […]. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de casa y familia de David. […] y [María] dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento […].
En este corto relato están contenidos los tres nombres tradicionales que ha recibido el Belén en España: Belén, por la ciudad de Bet-lehem, la Belén del relato; Nacimiento, por el Nacimiento de Jesús que, empleado con mayúscula, pasa de ser un nacimiento genérico a ser específico, por lo que se llama también Misterio al conjunto de sus protagonistas, al referirse al Misterio de la Encarnación, es decir la presencia de Dios en carne humana. Finalmente, es de uso en Cataluña denominar pessebre al Belén, término muy acertado, pues del pesebre, en latín praesepio, arranca la tradición inicial.
La parquedad de las narraciones evangélicas respecto al nacimiento de Jesús, así como la discreta atención prestada por las primitivas comunidades cristianas a tal acontecimiento motivaron, en buena medida, la escasez y tardanza de las representaciones plásticas a él dedicadas. Escasez y tardanza a la que contribuyen también las persecuciones y la consecuente ocultación de los símbolos cristianos. Sólo la llegada de la Paz de Constantino (313 d. C.), con la publicación del Edicto de Milán, en el que se reconoce a los cristianos el derecho a celebrar sus cultos, hará que tal situación se transforme, aflorando con ello, y de modo creciente, las representaciones artísticas del cristianimo.
El primitivo arte cristiano se desarrolla en el ámbito funerario de las catacumbas, y es en la pintura funeraria, donde hallamos las primeras muestras plásticas del tema de la Natividad. Se trata de un fresco del siglo II que se encuentra en la Capella Grecca, de la catacumba de Santa Priscila. En dicha pintura se contempla la figura de la Virgen, que aparece sentada en un sitial, sin respaldo alguno y sosteniendo en su brazo izquierdo al Niño, envuelto en un rebujo de pañales. A su lado, apuntando hacia el cielo, como indicando la estrella anunciadora del nacimiento del Mesías, figura el profeta Isaías.
A partir de este momento abundan numerosos ejemplos en los que se va fijando iconográficamente el tema de la Natividad. En la catacumba de San Sebastián, en una pintura del siglo IV, se representa un verdadero nacimiento, con el buey y el asno; pero faltan San José y la Virgen que bien pudieran ser unas figuras que aparecen en el fondo.
San José es, por otra parte, el gran ausente de estas representaciones pictóricas primitivas. La divinidad de Cristo, negada por los arrianos, es causa principal de que la imagen de San José no esté generalizada hasta bien pasado el siglo IV, queriéndose evitar con ello cualquier participación humana en la concepción de Jesús.
Sin embargo, a partir de este siglo, el grupo completo aparece ya con asiduidad en sepulturas, sarcófagos y tablillas de marfil y madera como consecuencia de la definición como dogma de la genuina naturaleza humana y divina de Cristo en los diferentes concilios de Nicea (325), Constantinopla (381) Éfeso (431), Calcedonia (451) y nuevamente Constantinopla (553).
Destacan por su importancia las primeras representaciones en relieve del Nacimiento de Cristo, presentes en diferentes sarcófagos de los siglos IV, V y VI. En ellos, junto a otras escenas, se representa la venida de Jesús, a través de una iconografía que irá fijando diversos motivos: así, encontramos, por primera vez, la representación del lugar del nacimiento como una choza; la figura de Jesús recién nacido, acostado en una cesta de mimbre; San José, portando una vara; la Virgen alzada sobre una roca y flanqueada de palmeras… En el sarcófago de Santa Priscila, se representa la anunciación a los pastores y en ella aparece una figura que perdurará en todas las manifestaciones belenistas posteriores: la del zagal llevando una oveja sobre sus hombros; en el sarcófago de Arlés, es la adoración de los pastores la escena central, y en el de Ancona la presencia de los magos es el motivo principal.
No es extraño esta frecuente aparición del nacimiento asociado a un arte funerario, que se explica porque el día de la muerte, era para los cristianos de los primeros siglos, el dies natalis, el día de su nacimiento a la vida sobrenatural.
Por otra parte, y como consecuencia de la costumbre de reproducir en Occidente los más famosos santuarios orientales con los que se tenía alguna especial relación, pueden considerarse también como precedentes históricos de los Belenes las réplicas o representaciones de la Santa Cueva de Belén, que en muchas iglesias, principalmente de Roma, se hicieron para venerar el recuerdo del nacimiento de Jesús.
Según la tradición, algunas maderas de la originaria gruta o cueva de Belén fueron traídas a Roma desde Palestina. Con ellas, en el pontificado de Sixto III (432-440), se construyó la primera imitación del antro praesepis, o cueva del pesebre, por lo que se dio el nombre de Santa María ad Praesepe a la iglesia que la albergó. En ella, siglos más tarde, el papa Teodoro I (642-649), de origen palestino, mandó construir un oratorio que recogiera las supuestas reliquias de la cuna del Niño Jesús, donde el pontífice celebraba la primera de las tres misas de Navidad.
Debido a su mayor vinculación con los Belenes, recordaremos también los llamados «Misterios de Navidad»: funciones semilitúrgicas que se remontan al siglo X y que solían tener lugar en el interior de las iglesias, donde se representaban los episodios principales, tales como el Anuncio a los pastores o la Epifanía.
La representación, originalmente respetuosa y acorde con el carácter sacro de los templos donde se celebraba, fueron degenerando en bullicio y algarabía que convenían poco a la quietud de las iglesias, por lo que se dispuso su realización en los atrios, para acabar siendo prohibida por el papa Inocencio III (1198-1216). Aunque los clérigos solían disfrazarse, también cabe la posibilidad de que existiera cierto apoyo plástico para el decorado, y de que se emplearan figuras tridimensionales o, al menos, pintadas y recortadas, para representar a los personajes sagrados. Esta idea de «espacio» y de «teatro» puede ser el antecedente de los Belenes por tratarse de personajes integrados en un entorno espacial.
Con el tiempo, este teatro religioso va perdiendo referencias dogmáticas, incorporando multitud de elementos populares evidentes en la lengua, en los personajes y en las actitudes que estos manifiestan.
El juego escenográfico que estas manifestaciones teatrales suponen, la incorporación a ellas de la cultura popular, el tránsito continuo de figuras y personajes, el movimiento generado alrededor de la Santa Cueva… son, entre otros muchos, elementos que, procedentes de estas representaciones escénicas, llegarán posteriormente a los montajes belenísticos, que precisamente alcanzan su máximo esplendor en el mismo momento en que el teatro manifiesta sus más altas cumbres: la época barroca.
Al tiempo que se expandía la visualización del drama sacro y se iniciaban los primeros pasos hacia la configuración del Belén en toda su complejidad, el teatro, pese a las restricciones y limitaciones, seguía un camino paralelo. De hecho, puede decirse, que los orígenes del teatro europeo se remontan a estas representaciones del ciclo de la Natividad, especialmente las que se refieren a la Natividad y Anuncio de los pastores, y las de la Epifanía. Suele citarse como ejemplo temprano, un fragmento del Auto de los Reyes Magos, que se conserva en la biblioteca de la catedral de Toledo, escrito en castellano y fechado en el siglo XIII.
En el siglo XIV, el tema del Nacimiento es motivo de representación propiamente teatral, lo que pudiera contribuir a la existencia de los Belenes.
Es oportuno también recordar las obritas teatrales cortas mallorquinas, llamadas Pastorells, que se ponían en escena, por lo menos desde el siglo XVIII, cuyo tema central era la ofrenda de presentes hecha al Niño Jesús por un grupo de jovencitos ataviados de pastores. Así también, los «teatrillos parlantes» o de marionetas, como el que se sigue representando en Alcoy (el Belén de Tirisiti), tuvieron su influencia en los Belenes.
Con todo lo dicho se deduce cuál era el clima de devoción al Misterio del Nacimiento de Cristo, propagada también por la Orden del Temple, y que influirá después en la práctica navideña de los Belenes. Pero será a partir del siglo XIII cuando se dé un impulso vigoroso a la conmemoración plástica del hecho del nacimiento de Cristo.
En la Europa del siglo XIII, se producen cambios importantes. El poder feudal va decayendo. Del cerrado estudio de los claustros se da paso al más abierto de la Universidad. Roto el estricto cauce del monasterio, el obispo concede licencia a los clérigos para enseñar fuera del ámbito monacal. Con ello la cultura se populariza… En este singular ambiente nace una nueva orden religiosa, la franciscana, que, en lugar de encerrarse en los conventos, sale a la plaza pública, a los caminos, predicando una religión más popular. No hay duda de que aquellos nuevos aires, con la devoción por lo sencillo y lo popular, servirían de simiente adecuada para el surgimiento del belenismo.
San Francisco de Asís (1182-1226) es el autor del milagro de la extensión del misterio del Nacimiento. Tomás de Celano, biógrafo del santo, nos cuenta que, en el año 1223, pidió San Francisco licencia a Honorio III para poder representar, en la noche de Navidad, en una cueva de Greccio, en la Toscana italiana, el nacimiento de Jesús, dispensa necesaria pues hacía dieciséis años que el papa Inocencio III había prohibido cualquier manifestación teatral en las iglesias. Obtenida la autorización, en la cueva se figura el Nacimiento de Jesús, quien, según la tradición, milagrosamente cobró vida en medio de la celebración.
A partir de aquel momento, los frailes llegaron a hacer tradicional en todas las iglesias franciscanas la costumbre de representar la escena divina, recreando pesebres vivientes y extendiendo así la visualización del nacimiento de Jesús, antecedente próximo de los Belenes.
Ello es la razón que llevó a las Asociaciones Belenistas de todo el mundo a solicitar del Vaticano la proclamación de San Francisco como patrono universal del belenismo, lo que felizmente se logró el año 1986.
En la propagación del belenismo es también fundamental la labor de las clarisas, vinculadas a la orden franciscana. Aunque no se trata propiamente de belenismo, las clarisas son las iniciadoras de una tradición que se extiende a muchos conventos de monjas: cada novicia traía al ingresar en la comunidad la imagen de un Niño Jesús que luego era vestido con atuendos creados por las propias monjas. Dicha tradición llegó a España y fue especialmente viva en Levante, dando lugar a los repos de Jesús (descanso de Jesús).
En los tiempos de la Contrarreforma, serán los jesuitas quienes den un nuevo impulso al belenismo como medio para reprimir cualquier brote de protestantismo. Se animan los servicios divinos de Navidad, por medio de escenas de Belén, realizadas por tallistas y escultores.
La nobleza no tardó en querer poseer belenes similares en sus capillas privadas y, de allí, la costumbre saltó a los hogares de la alta burguesía, para arraigar, más tarde, en el pueblo llano. Para recreo de los niños, se representaban no sólo la escena del nacimiento de Jesús y el pesebre de Belén, que seguía ocupando el mural central, sino también motivos de la vida cotidiana de los creadores de estos Belenes: los campesinos, los artesanos…
Similar labor de difusión del belenismo realizan los teatinos y un siglo más tarde, en el siglo XVII, los escolapios. Siglos más tarde, en el período decimonónico, otro sacerdote español, San Antonio María Claret, fundador de los claretianos, también alentará de modo decisivo la devoción belenista, tan enraizada en la esencia del pueblo hispano, y que, gracias a él, adquiere nuevo impulso.
M.ª Pilar de Pablo Catalina – Asociación Belenista de El Burgo de Osma
Bibliografía consultada para este artículo:
- Martínez-Palomero, Pablo. El Belén. Historia, tradición y actual. Barcelona, Aura Comunicación, 1993
- Pérez-Cuadrado, Juan. El mundo del Belén. San Sebastián, 1986
- Arbeteta Mira Letizia. Oro, Incienso y Mirra. Los Belenes en España. Madrid, 2000
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