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Cartel XXXVII Congreso Nacional Belenista - Alicante, La Marina y Callosa de Segura 1999

Comunicaciones – XXXVII Congreso Nacional Belenista 1999 – Coplillas del Congreso de Alicante, por Ramón Villa Fernández

08 Abr 99
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Coplillas del Congreso de Alicante, por Ramón Villa Fernández

Cartel XXXVII Congreso Nacional Belenista - Alicante, La Marina y Callosa de Segura 1999

Caminante que en silencio,
reposas junto a un nogal,
presta atención a los versos,
que te voy a recitar.

Soy tu Ángel de La Guarda,
soy tu Luz de La Verdad,
y en buena nueva te anuncio,
que un Congreso empezará.

De belenes y dioramas,
de amistad y de hermandad,
con belenistas de España,
que a la cita acudirán.

En Alicante y su provincia,
y en abril a más tardar,
será un bonito Congreso,
al que debes de llegar.

Se comienza en La Marina,
y en las Fuentes del Algar,
Altea, Benidorm, Guadalest,
y Callosa d’en Sarriá.

Logo XXXVII Congreso Nacional Belenista - Alicante, La Marina y Callosa de Segura 1999Alicante, engalanada,
espera en festividad,
que el Museo de Belenes,
sea difícil de olvidar.

Y Callosa de Segura,
se ultima en preparar,
la muestra de artesanía,
que todos disfrutarán.

Ven a ver Belenes,
dicen los que allí van,
al Congreso de Alicante,
¡Belenistas junto al mar!

Ramón Villa Fernández – Asociación Belenista de Gijón

Cartel XXXVII Congreso Nacional Belenista - Alicante, La Marina y Callosa de Segura 1999

Comunicaciones – XXXVII Congreso Nacional Belenista 1999 – Historia de la Navidad, según Gabriel Miró

08 Abr 99
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Historia de la Navidad, según Gabriel Miró

Cartel XXXVII Congreso Nacional Belenista - Alicante, La Marina y Callosa de Segura 1999Logo XXXVII Congreso Nacional Belenista - Alicante, La Marina y Callosa de Segura 1999El gran escritor alicantino Gabriel Miró, que tan magistralmente supo describir en sus obras los paisajes de la provincia de Alicante, realizó con su afiligranada prosa esta narración de la Navidad, que transcribimos para deleite de los asistentes al XXXVII Congreso Nacional Belenista.

«Bethlehem sube por dos alcores de laderas plantadas. Tiene una claridad fresca, nítida, salina; una blancura de vallados, de cenáculos, de cisternas, de sepulcros y hornos. Sus viviendas se cuajan de sol como las celdillas de las mazorcas y de los panales. El cielo de su lado recibe un vaho de cal de las rampas y casas. Parece que exhale una pulverización de molino harinero. Tierno, juvenil, luminoso, está desvalido en las torvas soledades de los montes de Judá.

Bethlehem se ha quedado solo en su alegría y su gracia aldeana. Le rodea una tierra huesuda y convulsa. Sobre sus terrados y vergeles, respira la boca amarga y llameante del desierto. Del júbilo del ejido y de los huertos, salen las sendas impetuosas y joviales, pero se van desollando y hundiendo, trocándose en torrentes areniscos, que desaparecen en las quebradas. Los montes se rasgan en una hoz; el silencio cría su ámbito; es como una destilación de tiempo inmóvil. Y las sendas de Bethlehem, aunque se rompan y se cieguen, no dejan su jornada: renacen más lejos, brincando desnudas. Semejan esperar al caminante; y le miran y le sonríen convidándolo a seguir. Tornan a su retozo, y se tuercen como si se volviesen para saber si el hombre se fía de su promesa. Su promesa será llevarle a una porción agrícola: la viña y las higueras que se agarran a una cuesta calcárea, recogida y tibia; los escalones de bancales de cebada y avena: con márgenes de pedernal para que el terrazgo no se derrumbe; un valle, tierno entre lo abrupto; una meseta labrada; un redil en el frescor del pasto; un cañaveral, unas palmas y un pozo que, al removerle la piedra que la cubre, se queda resonando de onda en onda y abre su mirada trémula y azul…

«Casa de pan», lugar de abundancia era Bethlehem. Con sus mujeres de túnicas azules y velos blancos, tendidos; de andar rítmico y breve; altivas de su castidad, de su belleza, de su Dios. Con sus hombres de recias capuchas dobladas sobre el sayal; sus sandalias con trenza de cuero enrejándoles la pierna briosa; una tira de piel o de lienzo apretándoles las sienes y las cabelleras; la barba lisa y saliente; adustos, inflamados, con señorío de casta aun en la mirada y en los ademanes de los más pobres. Con sus niños, de una dorada desnudez entre el vuelo de una ropa encarnada desceñida, ostentando ya en su faz el sello de la perennidad y pureza de su raza.

Se apeldañan los huertos, de un cultivo denso y primoroso, como paños bordados en realce.

En su bordal de tierra junta el bethlemita toda la variedad de legumbres y frutales. Cría planteles de cebollas, fríjoles, berzas, endibias, lechugas, chalotes, badeas, escalonas, guisantes, habas y cohombros. Brotan en lo umbrío los hongos y el jenable. Las sandías se revuelcan en suelos apacibles. Por los ribazos y bardas, se cuelgan los calabaceros. Crecen los membrillos espalderos, los granados, los bergamotos, los almendros. Las vides tejen con la higuera el toldo que acoge las amistades. Las márgenes y linderos se ahogan bajo la convulsión de las hordas de los chumbos. Se recortan las grises espadas de las pitas, de liseras carnosas. Suben la azul los girasoles doblando sus panes redondos de flor dorada. Cada hortal tiene su torre de piedra cruda para el guarda, y una horca de leños que, al combarlos, sumergen la herrada en el agua dormida y somera del pozo, y vierten el riego atirantándose con un zumbido de arco.

Después de los vergeles, las tierras llevan olivar, viña, mijo, centeno, cebadales…, y en los campos segados y en la hierba de la senara, tocan las esquillas de los corderos de Bethlehem.

Van subiendo caravanas por todas las cuestas de Bethlehem; entre los paredones blancos de los huertos, entre las tapias crudas de la viña; entre las bardas de cactos del camino, el camino de basalto, empedrado por los canteros de Salomón; y en el hondo, por las frescas lindes de los herbazales y de sembladura, por las trochas del pedregal, se mueven las cordilleras de carne polvorienta y sudada de más caravanas…

Salen los bethlemitas; se sientan en ruedo al sol de las rotas murallas para ver el arribo de los caminantes, casi todos de la sangre suya, de la sangre de Bethlehem, resto de la tribu de Judá, de familias esparcidas desde el último cautiverio.

Se van arrodillando los camellos, con un ruido de aparejos, de odres, de cántaras; les tiemblan los corvejones, acortezados de callo; les crujen las ancas huesudas, hasta doblarse y postrarse del todo, muy despacio, para no volcar ni una vasija ni un atadijo de la carga. Dóciles y medrosos vuelven al amo sus ojos de niebla, y se les tuerce y eriza el enorme labio hendido como una llaga seca.

Les quitan los costales, y bajan de los kar las mujeres, rodeadas de hijos; los ancianos, las siervas. Sus túnicas, sus ropones, sus lienzos, tienen la rigidez del cuero; se han endurecido en los relentes y tolvaneras de los llanos de Samaria, en las hoyadas verdes de Galilea, en las humedades y aires de sol de las vertientes del Hebrón.

Frente a la bóveda de las puertas de Bethlehem queda la pila y el pozo con cúpula de cal como un sepulcro, el pozo de David, el rey que pasturó cordero de la aldea. Ahora, en el brocal de las aguas dulces resplandece la lanza-insignia de la Decuria de Roma que guarda a los aborrecidos escribas y alcabaleros de sienes rapadas. Delante de su cálamo se humillan los creyentes del Señor, que llegan desde todos los términos del país porque el César quiere saber el número de sus súbditos y heredamientos en la provincia de Siria.

Más caravanas. Otro oleaje de vocerío, de júbilo, de idiomas, de relinchos, de productos remotos y miserias. La caravana de tránsito de las costas, con carga de aromas, de peces, de licores, de hijos y dátiles. La caravana de la villa levítica del Hebrón, donde aún quedan descendientes oscuros del linaje de David. Las gozosas caravanas de Alejandría, de mercaderes calvos que tañen la flauta y el crótalo y ofrecen sartales de lagartos vaciados en oro y cabezas de gavilanes de marfil y el pan de medusa zumosa de lirio del Nilo.

Ya no caben los viajeros en las casas aldeanas de sus parientes; y hasta en las abruptas callejas de escalones se acumulan sus acémilas con el ronzal tirante, atados a las argollas de los toldos.

Hombres y bestias se apartan a los criales de las afueras en busca del karván, la posada del camino. Tiene portal techado de adobes y galerías de cobertizo donde recogerse los trajinantes; en medio se abre la plaza, muy ancha, de la corraliza, con abrevadero y aljibe; y detrás le sirve de muro un lado de monte, roto por las cuevas de los pesebres de invierno, las cuevas de entrada angosta, de «ojo de aguja», que los camellos pasan tercamente, desollándose despavoridos, las noches de tempestad.

Los corredores de la hospedería desbordan de familias que se tienden en las atochas, entre sus arcas y cuévanos de frutas y jaulones de aves y corderos de leche, trémulos y ensangrentados de recién paridos; y al raso de la anchurosa majada se aplastan las hileras de acémilas y cabalgaduras que van entrando; mulos foscos y bravíos, de cascos horrendos; bueyes de cuerna torcida, que llevan la tienda de pastor plegada en su lomo; asnos grises, de barriga velluda, con el esquilón y el fanal de guías de la caravana, y en la dulce lente de sus ojos grandes y húmedos se han copiado las soledades y los horizontes; gigantescos dromedarios de carga, de piel raída blanquecina, que soportan el peso de una carreta en colmo y llegan al establo con la jiba exhausta de laberintos de cuerdas vibrantes como un navío, de fardos y tablas de angarillas que les cuelgan por el costillaje descarnado; camellos de marcha, con sus collarones de esquilas y lúnulas y el palanquín de flecos y borlas de felpa: los veloces monstruos que atraviesan cien leguas en un día, avanzando a la vez las dos patas del mismo costado.

Y suben balidos y lloros, retumbos de calderos y tonadas broncas y músicas de flautas egipcias que hacen danzar a los camellos, ya desnudos de sus equipajes, al bochorno de las hogueras y de los hachos de resinas.

Los últimos caminantes llegan muy despacio en la noche callada. Es un matrimonio pobre. El marido es seco, de perfil afilado; le salen los mechones negros y lisos, bajo el paño atado a la frente con una tira de algodón crudo. La mujer, muy pálida y frágil, va sumiéndose dentro del manto, recostada en el albardón de su jumenta, entre fardeles de víveres y atadijos de herramientas y ropas: todo el ajuar del artesano israelita.

Rodean Bethlehem, dormido, blanco, todo cincelado. Se paran mirando las hogueras de los rediles. Y se deciden a llamar en el albergue de las caravanas. Al removerse, sus vestiduras sueltan humedad de luna; vienen llenos de luna, de luna solitaria y fría de los campos, de luna del camino.

Eran San José y Santa María.

La luna cincela con frío la tierra. Los cactos, los terebintos, las aradas, todo aparece hilado de claridad y a Gaspar, Baltasar, Melchor, camino de Bethlehem, les rodea la paz como un nimbo de lámpara. Y la estrella en medio de la creación para sus ojos. Únicamente para ellos se les apareció en la soledad celeste de la cumbre que les ha dejado en la soledad humana. Tan sabios de astros y miraban el cielo como los demás hombres.

¿No sentían ya una dicha que no es realidad gozosa, sino su transparencia en un momento bueno, callado, intacto hasta de estrella que les ha traído? Gaspar, Baltasar, Melchor… a la vista de Bethlehem la estrella les palpitaba tan suya que nada más abriendo su mano la perderían…

Ellos solos, cerca del prodigio. Y se les plegó la frente mirándose. ¿Sería una estrella como todas las estrellas? Las estrellas eran idea y signo de Dios para los magos, mientras otros hombres tallaban imágenes de dioses y las coronaban de rosas, y Dios permanecía invisible para todos. ¿Sería una estrella que traspasó el firmamento y volvería a hundirse y volvería a lucir para otros ojos cuando los suyos estuviesen ya vacíos como los ojos de los profetas que la prometieron?

Blancos, solos en medio de la salina de luna. Parados. Y la estrella también. ¿Se han parado ellos antes o la estrella?

Calma de Bethlehem cerrada entre paredones, terrados y bóvedas.

La pureza de su cima, la gloria de sus países, sus jornadas, todo lo iban recordando junto a la aldea dormida en la humilde blancura de la cal.

Aguijaron sus camellos. Les retumbaron los pulsos al entrar en Bethlehem e internarse por corredores cavados dentro de la colina. En lo último del refugio había un rodal de gentes con gallaruzas de vellones, con capuces peludos de color de majada. Ponían sus manos de cepas a la lumbre, despertando el rescoldo. Conversaban mirando a una rinconada donde se guarecía un matrimonio de Nazareth: la mujer, lisa, frágil de recién parida, aniñada por la maternidad; el marido, tostado, maduro, con sayal fosco y el paño de su frente desatado, y se le juntaban la cabellera aceitosa y la barba, que principiaba a encanecer.

Los pastores les daban agua y lienzos con que lavar y aviar el hijo, y después se lo pusieron al pecho de la madre. Todo lo iban reflejando los gordos ojos de la jumenta que los trajo de su país y los de un buey echado detrás del pesebre, que volvía su cuerna, moviendo despacio las quijadas con un crujido de grama, dejando el humo de su morro caliente; y cuando paraba de rumiar se sentía mamar a la criatura.

Marido, mujer, pastores y bestias se volvieron pasmados a los tres aparecidos.

¿Serían tres ángeles? Tres ángeles de blancuras ajadas, extenuados, envejecidos de tanto caminar. Vendrían de las orillas del cielo, donde el cielo y la tierra tienen un vado de montes azules.

Gaspar, Baltasar, Melchor se arrimaron poco a poco entre garbas de leña y atadijos y vasijar del ajuar de la familia de Nazareth, hasta postrarse en el pajuz.

El hijo soltóse el pecho. Y Baltasar le dejó delante un terrón de oro; Gaspar, un alabastro de incienso; Melchor, un pomo de mirra. No dijeron nada. Callando era más clara la suavidad de su cansancio en el descanso. Así, con el silencio de su boca, respondían el silencio interior de su vida. Ni se preguntaban si habían venido, si habían bajado de su cumbre lejana para eso. Si habían pasado desiertos, fragas, ríos, naciones, para ver un matrimonio artesano con su hijo recién nacido. No se lo reprocharon. Nunca habían sentido esta emoción de humanidad. Buscaron la gloria prometida al mundo, y se encontraban a sí mismos en su alma trémula de ternuras. Por una pared rota bajaba resplandeciente la luz del lucero…».

Gabriel Miró