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Imagotipo de la Asociación Belenista de Álava

Pregón de Navidad 1988 – Asociación Belenista de Álava – D. Joaquín Jiménez Martínez

17 Dic 88
Presidencia FEB
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Pregón de Navidad 1988 – Asociación Belenista de Álava
D. Joaquín Jiménez Martínez

Imagotipo de la Asociación Belenista de ÁlavaEn la noche de ayer, viernes 16 de diciembre de 1988, ante el numeroso público que llenaba la Iglesia de los P.P. Carmelitas de Vitoria-Gasteiz, D. Joaquín Jiménez Martínez, etnólogo, folklorista y costumbrista formado de manera autodidacta, además de empleado jubilado de la Diputación Foral de Álava, donde ha ejercido como Jefe de Protocolo, Secretario del Consejo de Cultura y Jefe del Departamento de Educación, Cultura y Turismo, pronunció el siguiente Pregón de Navidad.


«La Navidad es un acontecimiento eminentemente religioso y más concretamente un feliz evento del mundo cristiano. Es la rememoración anual de la maravillosa acción de un Dios que, por amor a los hombres, se encarna entre los mortales; que toma de una mujer virgen la naturaleza humana; que «acampa entre sus propias criaturas»; y que, así, les libra de las garras del pecado, les eleva a la familia divina, les hace acreedores a la gloria eterna y les da una forma, un estilo nuevo de vida dedicándose a servir a los demás por la fuerza y el imperio del amor.

Pero la Navidad, es decir, el nacimiento de Dios Hijo, es de tal importancia y sus consecuencias son tan notables para el género humano que su celebración trasciende de las fronteras del mundo cristiano para convertirse en la gran fiesta de toda la humanidad, de todos los tiempos y de todos los espacios. Por eso no hay pueblo en la tierra que no la celebre, que no la tenga de algún modo como fiesta propia y que no la festeje aunque, justo es confesarlo, ni con la misma intencionalidad ni, por tanto, con la misma forma expresiva.

Su celebración no se limita a un día (el 25 de diciembre). Abarca un periodo más o menos largo que puede ir, en el más corto de los casos desde la Nochebuena a Reyes o en el más largo de los ciclos desde el primer domingo de Adviento (a últimos de noviembre) hasta el día de la Purificación de Nuestra Señora (a principios de febrero) comprendiendo así un periodo que coincide con el que los primitivos pueblos lo llenaban con lo que ha venido en llamarse «fiestas de invierno» que los paganos dedicaban al nacimiento del Sol, a encarnación de Isis, Buda, Agnis, Mithra u otros dioses de las diversas mitologías o (entre los romanos) a festejar y homenajear a Saturno, Jano o Lupuss en las fiestas Saturnales o Lupercales plagadas de festejos, acciones, gestos y ritos que, de alguna manera se hallan presentes más o menos sensiblemente, entre la serie de las fórmulas usuales en nuestras Navidades cristianas mezclándose (sabiéndolo o no) los actos paganos con los actos eminentemente cristianos.

Las Saturnalias romanas comenzaban al igual que las Lupercalias, en el solsticio de invierno hacia el 17 de diciembre y lo hacían con un rito colectivo de purificación y sacrificio público materializándose en el que se ofrecía en el templo de Saturno, en el soltarle las vendas que sujetaban los pies de su imagen durante el año, en el perseguir con ellas al pueblo para flagelarles en señal de purificación y en arrojar sobre ellos ceniza u otro material con las mismas intenciones.

También nuestras fiestas navideñas comienzan, o van precedidas, de un rito de purificación. No otra cosa es el papel asignado a todo el Adviento, destinado, durante las cuatro semanas que dura, no sólo a recitar oraciones dirigidas al Señor suplicándole que acelere Su venida, sino a disponer adecuadamente el alma del creyente para el día de esa venida mediante la realización de actos penitenciales o de gestos y actitudes de purificación, aunque, por desgracia, vaya siendo cada vez más frecuente el ver cómo para casi desapercibido este interesante periodo litúrgico.

Proseguían los Saturnales romanos con la celebración de grandes banquetes colectivos o familiares en los que no faltaba la entrega mutua de regalos a los que se les conocía con el nombre de estrenas y que consistían las más de las veces en estatuillas de cera y otros objetos semejantes y que iban acompañados de cánticos diversos y sobre todo de muchos gritos y ruidos con la marcada intención de ahuyentar el mal del contorno.

De la misma suerte tampoco están ausentes de nuestras Navidades ni los banquetes (a veces grandes cena navideñas) ni la mutua concesión de regalos acompañados en ocasiones del gesto de colocarlos en el ya tradicional abeto o encargando esta simpática misión, sobre todo si de los niños se trata, al Papá Noel, a los Reyes Magos o al singular y mítico Olentzaro que ha pasado a ocupar un destacado lugar en la celebración y al cual juntamente con los Reyes Magos se dedicará más adelante algún comentario.

No faltaba tampoco en los Saturnales el misterioso rito de elegir a un personaje para que encarnara al «Rey de la Fiesta», al que colmaban de atenciones, rendían honores y al final simulaban en festejada ceremonia su fenecimiento condenándolo a la hoguera como expresión simbólica de un querer acabar con el mal personal o colectivo para empezar de buena forma el periodo anual que tras la indicada ceremonia comenzaba. Rito éste que de algún modo está también presente en las celebraciones de nuestras Navidades, ya sea ello en las hogueras de fin de año que en muchas de nuestras aldeas tienen lugar en las que se arrojan cuantos trastos viejos se hallan a mano, o en el «Obispillo» o «San Nicolás» que se pasea por los pueblos acompañando al grupo de mocetes que con sus cantos recaba unas viandas para festejar el día y a cuyas costumbres también dedicaré un comentario más adelante.

Y para completar las ceremonias festivas de los Saturnales tenía lugar el hecho de concederse amos y criados, autoridades y súbditos, familiares y amigos, mutuas licencias y libertades para dedicarse recíprocos epítetos más o menos vituperosos, críticas mejor o peor intencionadas y actitudes y acciones que trastocaran de algún modo el orden habitual de relacionarse entre sí, dando y percibiendo lo que llamaban bromas o chanzas, mejor o peor admitidas por quienes las recibían.

Bromas y chanzas son éstas que tanta relación tienen con las que todavía hoy se estilan entre amigos y conocidos de nuestras latitudes en el llamado Día de Inocentes y que tanto se prodigaban hasta hace muy pocos años cuando el clima de familiaridad colectiva estaba más arraigado que en el presente.

Lo expuesto hasta aquí bien puede hacernos llegar a la conclusión de que la influencia de culturas primitivas en la nuestra propia es una manifiesta realidad, aunque, justo es confesar que igualmente puede decirse también con razón que la persistencia de tales formas ha perdido con el transcurso de los siglos la razón causal que tales costumbres llevaban en sus orígenes y que hoy constituyen ciertamente una pieza importantísima de nuestro folklore festivo sin aquellas connotaciones de que estaban impregnadas en siglos pretéritos, inmersos como estamos dentro de la cultura cristiana que ha sabido llenar de otro contenido las referidas costumbres acorde con el credo que profesamos sin que en ello haya contrasentido alguno pues bien pueden dedicarse ceremonias, gestos, ritos y actos al Dios de dioses, Señor de señores, Sol de los soles y Luz del mundo que en otro tiempo iban dedicadas al dios del sol, al de la luz o a alguna divinidad parecida.

El Olentzaro, al que ya se ha hecho referencia, resulta en la actualidad una pieza clave en la Navidad vasca que, si había quedado reducida su presencia en épocas no muy lejanas a algunas aldeas del norte de Guipúzcoa y Navarra, ha irrumpido con fuerza en el resto del País haciéndose imprescindible en la fiesta.

Se trata de un muñeco de grotesco aspecto, atuendo aldeano, pipa en la boca, bota de vino al hombro y sentado en una rústica silla, que es paseado en una rural carroza o a hombros de algunos de los mozos que forman una cuadrilla recorriendo la aldea o las calles y plazas de la ciudad, cantando en euskera una y mil veces la típica canción que anuncia la presencia del personaje («Orra, orra gure Olentzaro«, es decir, «He aquí, he aquí a nuestro Olentzaro») y que alude a su carácter de insaciable comilón («Bakarrik jan diskigu amar txerri gazte» – «Él solito nos ha comido diez cerditos»), señala su condición de leñador y, sobre todo, su papel de anunciador de la Buena nueva del nacimiento del Salvador («Olentzaro joan zaigu mendira lanera, intentzioarekin ikatz egitera; Aditu duanean Jesus jaio dela, lasterka etorri da Berria ematera» – «El Olentzaro ha ido al monte a trabajar, con intención de hacer leña; se ha enterado que Jesús ha nacido, y ha corrido a dar la Buena nueva») por lo que no extraña que en muchas ocasiones forme parte de tan singular comitiva un pequeño Belén conducido de la misma forma que el Olentzaro.

Resulta con todo un enigma este singular personaje, tanto en el móvil de la costumbre, como en el alcance real de su mensaje, en el qué y dónde de su origen, en la razón de su existencia y en el significado manifiesto de su nombre, a pesar de lo mucho y bueno que los más prestigiosos etnólogos han dicho y escrito sobre tal figura. Figura ésta que, por otra parte, tan admirablemente constituye un nexo de unión entre los señalados ritos paganos y las evidentes realidades cristianas y que lo mismo puede ser tenido como el Zampazar o Pantagruel de otras latitudes, el «coco» que asusta o castiga a los niños desobedientes, el constante vigía del género humano que afrenta a quien mal se comporta o alaba a quien bien procede y el que reparte gozoso los juguetes a los chavales de la misma manera que lo hacen los Reyes Magos en los hogares que mantienen esta tradicional forma de cumplir con el rito de mantener la ilusión de los niños, en el silencio de la noche, o en algún espectáculo organizado al efecto con este nombre de «Fiesta del Olentzaro».

Así como el Olentzaro cual nueva Ave Fénix ha resurgido de sus propias cenizas hasta el punto de ocupar hoy un lugar importante en la celebración navideña del País Vasco, resulta evidente constatar que costumbres tales como las Rondas de Villancicos de los niños en el día de Navidad, las bromas del día de Inocentes y las fogatas de Fin de Año en las aldeas con el canto del «Erre pui erre», van padeciendo una regresión tan notable como para que de prácticas habituales en las fiestas navideñas en un ayer no muy lejano puedan pasar a ser tan sólo piezas de un pasado etnológico a pesar del gran contenido social, cultural y religioso que tales costumbres conllevan.

Junto a tales ejemplos del costumbrismo navideño cuyas reminiscencias paganas son manifiestas, existen otros nacidos dentro de la cultura cristiana cuya finalidad consiste en exaltar el momento histórico del nacimiento de Cristo y el de excitar la piedad religiosa de actores y espectadores y que así mismo ocupan un importantísimo lugar en el cuadro de costumbres de la Navidad alavesa entre las que pueden citarse a los Belenes o Nacimientos y a las Representaciones, Pastorales o Escenificaciones y que son vivos exponentes además de la riqueza folklórica del País en tema tan lleno de significado como es la Navidad.

Es de sobra sabido que para llegar al origen de la costumbre de instalar belenes o nacimientos hay que remontarse al tiempo de San Francisco de Asís, a quien, para vivir y hacer vivir mejor la Navidad, se le ocurrió allá por el año 1223 la feliz idea de representar la escena en el bosque de Greccio, y cuya idea se divulgó con prontitud y se copió en Europa con tal profusión y fuerza que muy pronto se convirtió en la costumbre más popular de la Navidad.

Modernamente la instalación del llamado Árbol de Navidad en plazas públicas y hogares ha llegado a tomar tal fuerza y popularidad que hizo pensar a algunos que ello acabaría con la costumbre de colocar belenes en domicilios, templos y otros lugares; sin embargo, y acaso por el buen hacer de las Asociaciones de Belenistas, no sólo se mantiene tal costumbre sino que se aprecia año tras año un notable incremento de la misma y hasta un afán laudable de instalarlos con la mayor calidad artística posible tanto en domicilios privados como en centros asociativos, iglesias, capillas y calles, parques y plazas, incluso junto al ya clásico abeto, hasta tal punto que su sola enumeración ocuparía un prolongado lugar.

De todos ellos sobresale en Álava por su monumentalidad el de Vitoria-Gasteiz y por su tradicionalidad y popularidad el de Santa María de los Reyes de Laguardia. Y entre las representaciones pueden calificarse de extraordinarias por sus cualidades, antigüedad, popularidad y vistosidad los llamados Pastores de Labastida y el Cortejo Navideño del Valle de Zuya.

El Belén de Vitoria-Gasteiz ocupa prácticamente todo el Parque de La Florida. Nació el año 1962 gracias a una idea feliz del entonces concejal Javier Vera Fajardo. En la cueva de la cascada se instaló el clásico grupo central de todo belén (Jesús, María y José con la mula y el buey) y en las inmediaciones el grupo de pastores y el ángel anunciador, todo ello en figuras de tamaño natural confeccionadas al efecto por artistas locales. Año tras año ha ido aumentando su número y la extensión y al presente son más de doscientas cincuenta las figuras, casas, molinos, castillos, etc. que lo componen esparcidos por todo el parque formando un conjunto altamente armonioso. Reyes Magos, pastores que van a Belén, mujer que lava la ropa, pescador que pesca en los ríos y estanque del parque, molinero que muele en el molino, leñadores, panaderos, herreros, granjeros, etc., etc., y hasta el Castillo de Herodes con el Rey en él rodeado de sus soldados en lo alto de «la montañita». Y todo el recinto ambientado con música de villancicos y hasta con ruidos, graznidos, mugidos y balidos que aumentan la sensación de realidad del momento.

Durante el periodo navideño se celebran en el recinto intervenciones de masas corales, grupos de danzas y bandas de txistularis y gaiteros, sobre todo en el momento de su inauguración anual (al atardecer del día de Nochebuena) y a él acuden los Reyes de la Cabalgata la noche de la ilusión a presentar sus dones al Niño en la cueva, haciendo un alto en su fantástico recorrido por la ciudad. A lo largo de los días resulta cita obligada para los miles de visitantes no sólo de la ciudad sino de villas y aldeas de Álava entera y de las localidades de las provincias limítrofes.

El Belén de Santa María de Laguardia es otra cosa. Un buen conjunto de figuras de buen tamaño, dotadas de movimiento y colocadas sobre cintas corredizas, ocupa un gran espacio, sobre un tablado colocado en una de las capillas del templo y enmarcado por un elegante telón de fondo obra del célebre artista Carlos Sáenz de Tejada.

Merced al referido mecanismo se escenifican, en determinados días del ciclo navideño, la llegada de los Reyes Magos a la gruta, la bajada y subida de la estrella sobre el portal, la huida a Egipto con el diálogo previo del Ángel con San José y, más adelante, el de la Sagrada Familia con el labrador que se halla arando la tierra, la vuelta del labrador a casa para volver cargado de una buena hoz con la que segará las espigas que van saliendo del mismo lugar donde antes araba, la llegada del ejército de Herodes, el diálogo del capitán con el labrador, y la vuelta de todo el ejército.

Con ser todo ello interesantísimo y presenciado con gusto y atención por los espectadores, acaso sea el momento más gozoso, sobre todo para los niños, el proporcionado por dos grandes ovejas que se topan una y otra vez mientras que cuatro pastores de gran tamaño y ataviados con trajes típicos remedan un baile al son de la gaita las piezas que al efecto interpreta la banda de gaiteros de la villa todos los días del ciclo y muy particularmente tras la función religiosa de los días de Navidad, Reyes y la Purificación.

De verdadera Pastoral puede calificarse la denominada «Misa de Pastores» en la villa riojano-alavesa de Labastida. Se trata de una escenificación de la Adoración de los Pastores al Niño Jesús cuyos orígenes habrá que fecharlos en los siglos XV o XVI y que la llevan a cabo un grupo de jóvenes ataviados a la usanza tradicional de los pastores (zurrón, zahones, cayado, etc., etc.) guiados por el Cachimorro, el Zagal, la Zagala, el Abuelo y, por supuesto, con la presencia activa de quienes interpretan el papel de María, José y el Niño.

Cuando los pastores reciben (en un extremo del pueblo) el anuncio del nacimiento del Niño, acuden a los soportales de la Casa Consistorial donde espera el pueblo y la corporación municipal. Saludan a ésta cantando y le invita a que acuda al Altar. Danzan a su alrededor arcaicos bailes acompañados tan sólo por unas castañuelas que lleva el Cachimorro por dirigir el baile y por el ruido de los cayados o makilas de los pastores pegando en el suelo rítmicamente.

Se organiza una comitiva hasta el templo en la que los pastores van danzando y cantando típicas canciones. Entran en el templo, saludan al sacerdote y durante la Misa bailan y cantan en dos o tres ocasiones, adoran al Niño y le ofrecen un cordero al que hacen balar para que se cumpla lo que dice la canción. Acabada la Misa, de nuevo en la plaza, se hace una hoguera en cuyo rescoldo se calientan unas sopas que se las dan al Niño y cuando las ha tomado (también entre alusivos cantos) comienza la danza y prosiguen durante la comitiva que se organiza hasta los soportales de la Casa Consistorial donde se da por terminado el acontecimiento.

El Valle de Zuya se reúne para celebrar la Navidad en el pueblo de Sarría, donde tiene lugar la más notable de las Representaciones navideñas de Álava que convierte a la aldea en escenario de una función tan viva como que en ella interviene todo el vecindario y se realiza en toda la extensión de la localidad, pues por ser itinerante en su desarrollo se recorre con gozo el trecho de unos dos kilómetros que hay entre la ermita de la Purísima donde comienza y el templo parroquial donde se da por concluido.

Al son de txalaparta, cuerno y otros instrumentos semejantes se convoca a la gente para exponerles el móvil de la función y el deseo de que todos sean de algún modo actores de la misma como así es en efecto.

En una cercana campa un nutrido grupo de personas de toda edad y sexo, ataviadas a la antigua usanza en el valle, hilan, amasan, cosen, desgranan maíz, etc., etc., a la luz y calor de una gran hoguera alrededor de la cual, además, entonan preciosas canciones compuestas para el efecto. Reciben el anuncio del Ángel de que ha nacido el Señor y corren cantando y bailando (danzas compuestas y coreografiadas para ello expresamente) hasta el portal donde en efecto hallan al Niño con María y José y con la mula y el buey todos de carne y hueso. Adoran al Niño, ofrecen sus dones, cantan y danzan una vez más y vuelven gozosos a anunciar, también con danzas y cantos, al pueblo lo visto por ellos invitándoles a seguirles. Van todos al portal, se repite la escena, interviene un gran coro de gentes del Valle, voltean las campanas, disparan cohetes y participan todos de un pequeño ágape de despedida con el que se concluye este magnífico acontecimiento eminentemente piadoso pero muy artístico y expresivo con el que se ha enriquecido la ya importante y valiosa muestra de costumbres alavesas en torno a la Navidad del Señor.»

Joaquín Jiménez Martínez
Vitoria-Gasteiz, 16 de diciembre de 1988