San Francisco de Asís, patrono de los belenistas, un ejemplo para todos
San Francisco de Asís ha sido considerado por la revista «Time» el personaje más importante de este milenio y, ciertamente, su vida, su obra y su predicación lo convierten en una personalidad que merece contínua evocación por la actualidad de su mensaje que exalta el amor, la sencillez, la humildad y el respeto a la naturaleza y a la Creación toda, reflejo de la bondad y la grandeza de Dios. Un mensaje que es una auténtica guía vital para todos y muy especialmente para quienes, como belenistas, hemos de hacer realidad cotidianamente el compendio de paz y ternura que el belén entraña.
Nacido en 1182, su padre Pietro de Bernardone era un próspero mercader de telas de Asís, en la Umbria italiana; su madre, doña Giovanna, a la que familiarmente llamaban doña Pica, era una provenzal con quien se había casado don Pietro durante uno de sus frecuentes viajes de negocios por Francia. Precisamente, el nombre de Francisco se lo impuso su padre, con la expresa intención de honrar a la tierra que le había dado la riqueza.
Recibió Francisco la educación de los jóvenes adinerados de su tiempo, aprendiendo latín y matemáticas. Aún adolescente, su padre le puso a trabajar en el mostrador de su almacén, y parece que con éxito.
El joven Francisco, provisto con abundancia de dinero e inteligencia, de carácter abierto, vanidoso, trajeado preciosamente, generoso, se convirtió en el «príncipe» de las peñas juveniles asisianas, primero en los convites, primero en los certámenes poéticos, primero en las manifestaciones propias de la juventud de entonces, también pensó en descollar en el arte de las armas y hacerse caballero. Su anhelo de aventuras le hizo intervenir en algunas de las frecuentes batallas que enfrentaban a las ciudades-estado de la Italia medieval, aunque ello también le supone sufrir una profunda crisis espiritual ante la vanidad de los placeres materiales y la inutilidad de su vida hasta ese momento.
Tras una gravísima enfermedad que le pone en peligro de muerte, Francisco recapacita sobre su existencia mundana y en las grutas solitarias de la campiña de Asís se entrega a la meditación y la plegaria. En 1206, rezando ante el Crucifijo en la desmantelada iglesita de San Damián, escucha la voz del Señor que le dice: «Francisco, restaura mi casa, la cual, como ves, cae en ruina». Es una orden simbólica, que inviste a Francisco de una altísima tarea: la de restaurar los principios divinos de la Iglesia de Cristo, socavada por las herejías, la inmoralidad, la simonía. Aunque Francisco, no comprendiendo el significado profundo de las palabras divinas, volvió a casa de su padre para llevarse algunas piezas de tejidos preciosos que vendió, junto con su cabalgadura, para conseguir dinero con el que restaurar la iglesita de San Damián.
El señor Bernardone, contrariado ya por el cambio habido en la vida de Francisco, desilusionado en las grandes ambiciones que había puesto en el hijo, se enfureció, pidiendo la intervención de los Magistrados de la ciudad y hasta del Obispo. Francisco hizo entonces una pública declaración de pobreza, devolviendo incluso los vestidos recibidos de la familia, y empezó su predicación de un lugar a otro, mendigando para comer y vestido con una modesta túnica ceñida por una cuerda.
Los temas esenciales de su predicación eran el amor cristiano, la exigencia de paz entre los hombres, la fe en la salvación, el bien y la alegría como meta de un camino terreno entre obstáculos, oposiciones y dolores. Anunciaba a los hombres la paz y el amor fraternal, insistía en la necesidad de oponerse a las malas costumbres y a la avaricia en donde quiera que estuviesen anidadas, recordó a los hombres, religiosos y laicos, toda la predicación de Jesús y de los Evangelios. Los humildes, los puros de corazón, es decir, los que eran como él, acogieron sus palabras y le siguieron aumentando su número. Y Francisco emprendió una larga serie de viajes por Italia y el extranjero, dando siempre ejemplo de santidad en oración, en innumerables obras de caridad que atraían a donde se encontraba Francisco gentes inspiradas por su palabra y por su ejemplo. De vuelta a Asís, se cobijó en la cercana iglesita de Santa María de los Ángeles, la «Porciúncula», que fue el primer centro del orden monástico que Francisco empezaba a concebir.
Después, acompañado por los primeros doce seguidores, Francisco marchó a Roma, donde el Papa Inocencio III lo recibió escuchando su petición del reconocimiento de la Orden de los Frailes Menores, que habían aceptado la regla de la pobreza, en 1209.
A partir de entonces la predicación de los frailes se extendió por toda Italia y por el extranjero: en Alemania, en Francia, en España, en Tierra Santa, a través de incomodidades, peligros y persecuciones el movimiento franciscano cobraba dimensiones cada vez más extensas. En 1221 Francisco elaboró la nueva Regla de su orden, que fue aprobada por el Papa Honorio III en 1223. Y es durante la celebración de la Nochebuena de ese mismo año cuando Francisco instituyó en Greccio la que se convertirá en una gran tradición: el belén.
Francisco era ya saludado como santo, mientras él saludaba y alababa a Dios en el hermoso himno en loor de la Creación que es el «Canto de las Criaturas».
El 17 de septiembre de 1224, en el monte Verna, Francisco recibió las llagas de la Pasión de Cristo y durante la noche del 3 al 4 de octubre de 1226, en la Porciúncula, murió Francisco. Y el que en su humildad ni siquiera se había considerado digno de ser consagrado sacerdote, fue proclamado santo por la Iglesia dos años más tarde, en 1228.
Ojalá todos nosotros, guiados por su ejemplo, pongamos en práctica la actitud que San Francisco de Asís nos enseñó como una auténtica guía vital en la Oración que dice: «¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz! Que donde hay odio, ponga yo Amor. Donde hay ofensa, lleve yo el Perdón. Donde hay discordia, lleve la Unión. Donde hay duda, lleve la Fe. Donde hay error, lleve la Verdad. Donde hay desesperación, lleve la Esperanza. Donde hay tristeza, yo lleve la Alegría. Donde hay tinieblas, lleve vuestra Luz. Oh Maestro, haced que no busque tanto el ser consolado, sino consolar; el ser comprendido, sino comprender; el ser amado, sino amar. Porque dando, se recibe. Olvidando, se encuentra. Perdonando, se es perdonado. Muriendo, se resucita a la vida eterna. Amén».