En la tarde-noche de hoy, jueves 8 de diciembre de 2016, ante el numeroso público que ha llenado el Gran Teatro de Elche, en un acto amenizado por un repertorio de villancicos tradicionales interpretados por la Coral y Rondalla Municipal del Centro Polivalente de Carrús, Dª. María Pomares Sánchez, licenciada en Periodismo por la Universidad CEU Cardenal Herrera de Elche y en Derecho por la Universidad de Alicante, diplomada en Sociedad y Estado en España por la Universidad de Alicante y Delegada del Diario Información en Elche, ha pronunciado el siguiente Pregón de Navidad.
«Excelentísimo señor alcalde de Elche, D. Carlos González, señor presidente de la Asociación de Belenistas de Elche, D. Víctor Sánchez, miembros de la Corporación Municipal, representantes de las entidades festeras de la ciudad… Señoras y señores, amigas y amigos… Buenas tardes.
En primer lugar, quiero agradecer a la Asociación de Belenistas y, en especial, a Víctor y a Paco, que hayan confiado en mí para dar el Pregón de Navidad de este año. Es un honor, pero he de confesar que también es una responsabilidad.
Cuando llegan estas fechas, se habla mucho del espíritu navideño y de que, lamentablemente, cuando pasa el 6 de enero, todos nos olvidamos de valores como la solidaridad, la generosidad, la unión, el compañerismo, la convivencia o la ilusión con los que tanto se nos llena la boca estos días a todos… Le demos o no a la Navidad un sentimiento religioso.
Sin embargo, la Asociación de Belenistas demuestra que, efectivamente, no hay que esperar a que llegue la Navidad para sacar lo mejor de nosotros mismos. Demuestra que es posible vivir la Navidad y ser un poco más personas todos los días del año. Da igual lo que diga el calendario.
Es verdad que las tradiciones y las costumbres van cambiando con el tiempo y, precisamente, eso es lo que nos ayuda a ir avanzando como sociedad. Sin embargo, también es cierto que muchas de esas tradiciones que hemos ido heredando de nuestras madres y de nuestros padres, de nuestras abuelas y de nuestros abuelos, y ellos, a su vez, de los suyos, son las que van dando forma a nuestra identidad como sociedad y, por tanto, a nuestra identidad como personas… Son esas tradiciones las que, en parte, también nos ayudan a construir esa intrahistoria de la que hablaba Unamuno: la historia de la gente anónima que cada día se levanta para ir a trabajar y que, desgraciadamente -y, créanme, de esto sé algo- pocas veces se lleva los grandes titulares de los periódicos, de la tele o de la radio… Pero que, con su día a día, es la gente que hace posible escribir la historia en mayúsculas.
Los belenistas, a lo largo de todo el año, construyen pueblos y palacios, cosechan paisajes que se visten de olivos y palmeras, y crean calles con mil recovecos, como las que se pueden ver desde hace un rato en la Glorieta o en otras poblaciones, como por ejemplo, Orihuela o San Fulgencio. Y, con ese trabajo, los belenistas también van escribiendo, un año más, un poco nuestra historia. Y la escriben con sus manos.
Probablemente, todas y todos, cuando hemos ido a ver el belén de la Glorieta, o el de la antigua CAM, en algún momento hemos pensado que todo es cuestión de maña. Yo, que soy bastante torpe para eso de las manualidades, soy la primera que siempre lo he pensado. O se vale o no se vale para esto.
Nada más lejos de la realidad.
Una de las noches que subí a la nave que tienen en Carrús, me dieron a pintar parte de la escalera de una de las casas. Me negué. No quería estropear algo que habían hecho con tanto mimo y cariño, y a lo que habían dedicado tantísimas horas.
«No te preocupes, prueba», me contestaron.
Y probé, eso sí, con la ayuda de Carmelo.
Me recordaron algo que a veces tendemos a olvidar: que las habilidades personales la mayoría de las veces importan muy poco, si en cada cosa que hacemos ponemos empeño e ilusión. Creo que ahora más que nunca, amigos belenistas, necesitamos de ese empeño y de esa ilusión.
Dicho esto, tengo que reconocer que, cuando allá por el mes de julio, Víctor me propuso ser la pregonera, aunque no me podía negar, sentí muchísimo vértigo. Sabía que no lo tenía fácil. Mis antecesores en el puesto habían dejado el listón demasiado alto.
No era el único reparo que tenía.
Decir que sí implicaba abrir el cajón de los recuerdos y hacer que mi familia también lo abriera conmigo.
Os confieso que desde pequeña siempre tuve miedo a que, si abría esa caja de los recuerdos, y más, si los verbalizaba, muchos de ellos acabarían escapándose.
Ese cajón de los recuerdos se ha ido abriendo solo a lo largo de estos meses y no, no se ha escapado ningún recuerdo. Al contrario, he podido recuperar alguno que estaba tan al fondo del cajón, que ya casi lo había olvidado por completo. Pero, además, he conseguido hacer hueco para que entraran otros nuevos. Incluso, todo ese transitar por los caminos perdidos en otros tiempos me ha ayudado a entender muchas cosas.
En mi casa, por ejemplo, nunca hubo debate entre belén o árbol.
Mi madre zanjó la discusión desde el principio poniendo las dos cosas.
Nuestro belén, no obstante, empezó de forma muy precaria. Era un pesebre y poco más. Sin embargo, poco a poco fue creciendo. Reconozco que no tenía nada que ver con el de los belenistas, pero creo que el cariño con el que lo poníamos era el mismo.
Fue así como llegaron los Reyes Magos, con un camello, el del Rey Melchor, que no sé muy bien por qué, acabó cojo. La primera misión que teníamos cada mañana era levantarlo para volver a recogerlo a la mañana siguiente…
Y llegaron también los pastores y la fogata, las lavanderas y el río, el horno de pan, y el pozo, y animales, muchísimos animales que mi hermano había empezado a coleccionar cuando apenas levantaba dos palmos del suelo… Si le hubiéramos dejado, más que un belén, habríamos acabado montando una granja.
Incluso, un tiempo, se empeñó en poner un pato de madera que en aquel tiempo era como su mascota y le sacaba dos cabezas al resto de figuras. Por más que le decíamos que aquello daba el cante, no nos quedó otra. Y allí estuvo durante varios años, hasta que, por fin, se olvidó del pato.
Aunque ahora, visto en la distancia, creo que el nacimiento no salió ganando sin aquel pato. El pato se fue, pero llegaron dinosaurios, Power Rangers y hasta alguna tortuga ninja, costumbre esta que años más tarde heredaría mi primo pequeño, que hoy de pequeño tiene poco, y nos saca a todos tres cabezas.
Al final, no sé muy bien cómo, nos acabamos juntando con tres o cuatro nacimientos, y, por poner, algún año incluso se acabó poniendo alguno en la cocina.
Así estuvimos durante años y años montando nacimientos por toda la casa, hasta que mi hermano se tuvo que ir a trabajar fuera. Desde entonces, mi madre solo los saca cuando él puede venir a pasar con nosotros la Nochebuena. Ahora me doy cuenta de que, para mi madre, el belén no solo es un conjunto de figuras… Ojalá este año pueda volver a llenar la casa con sus nacimientos.
Sin embargo, sobre todo, recuerdo con fuerza todas aquellas Navidades con los abuelos.
Recuerdo a la bisabuela, que para nosotros era la abuela Paca, enseñándome a aporrear mi pandereta verde para uno de los primeros festivales del cole, mientras el abuelo Antonio nos jaleaba. También lo intentaría con las castañuelas, aunque la pobre no tuvo mucho éxito conmigo.
Y recuerdo las Nochebuenas al calor de las brasas en el campo, cuando aún estábamos todos. Cuando acababa la cena, llegaba lo mejor… Llegaba el momento de asar las castañas. En la mesa no faltaban el turrón y otros dulces, pero nosotros preferíamos las castañas, y mi abuela materna, nuestra abuelita María, lo sabía, y los días previos a la Navidad hacía acopio de provisiones. Aquella noche, además, todos los primos dormíamos allí, y, a la mañana siguiente, la pelea entre los abuelos era por ver quién nos daba el primer beso del día cuando aún estábamos en la cama. Luego llegaba la comida de Navidad, con un cocido, el que hacía la abuela María… Creo que nunca he vuelto a probar un cocido como el de ella.
Años más tarde, el menú familiar cambiaría a petición de los más pequeños, y la costra sustituiría al caldo con pelotas. Llegaron entonces las competiciones entre mi madre y mi tía… Competiciones que aún hoy se mantienen… Por ver quién hacía la mejor costra.
También de aquellos primeros años me viene la imagen de un día de Reyes, de uno del año 1985… Siempre me ha costado mucho diferenciar lo que son vivencias reales de lo que no es más que una reconstrucción de lo que creo que viví o de lo que me habría gustado haber vivido en aquellos primeros años de vida. Supongo que todos tendemos a cubrir aquellas lagunas a las que no llega la memoria.
Sin embargo, el recuerdo de aquel día es particularmente claro. Durante años me dio miedo pensar que aquello no era más que un hueco que necesitaba tapar. Hace un tiempo les pregunté a mis padres. No, no era una laguna.
Aquel día de Reyes de 1985 el «yayo» Carlos, mi abuelo paterno, estaba en el hospital, y mis padres me llevaron a verlo. De pronto, detrás de una ventana, apareció él con una bata blanca, tocó mi mano a través del cristal y me regaló una de esas sonrisas que son capaces de decirlo todo sin hablar. Creo que aquella fue nuestra despedida… Semanas después nos dejaría. Probablemente aquel año, como todos los anteriores y todos los que le siguieron, los Reyes vendrían cargados de muñecas y libros… Los Magos de Oriente sabían que me encantaban las muñecas y los libros… No lo recuerdo. Me quedé con aquel momento.
Catorce más tarde, la casualidad quiso que también fuera la víspera de Reyes el día elegido para pasar mi última tarde con la «yaya», y, entre momento y momento de lucidez, pudimos volver a recordar al «yayo». Desde los primeros días de enero, la «yaya» no acababa de estar bien, y aquella noche de Reyes acabaría ingresando en el hospital. Tres días más tarde se marcharía.
No sé… Creo que mi familia siempre debió tener una influencia especial con los Reyes Magos. Y creo que esa influencia pasó a mi padre, en parte porque le viene de herencia, en parte, porque (ahora que no nos oye) siempre ha sido bastante impaciente. Puede que, por eso mismo, hubo años en los que no necesitamos ni poner los zapatos en la noche del 5 de enero porque, no se por qué extraña razón, Melchor, Gaspar y Baltasar pasaban por casa un par de días antes…
Los Reyes sobre todo se anticipaban cuando sabían que habían acertado con los regalos… Cosa que, no sé por qué, solía pasar siempre, aunque lo que traían poco o nada tenía que ver con lo que habíamos pedido en la carta. Como les contaba antes, yo siempre pedía muñecas y libros. Luego, ellos decidían.
Sin embargo, hubo un año, no me explico muy bien por qué, en el que decidieron improvisar más de lo normal y, además, optaron por que el regalo fuera compartido con mi hermano.
Yo debía tener ocho o nueve años. Mi hermano, todo lo más, dos o tres. Debía haber más regalos… Sinceramente, no lo recuerdo. Solo recuerdo que de uno de los paquetes emergió una pequeña radio azul con un pequeño micrófono conectado… Durante muchísimo tiempo, para nosotros no existieron más juguetes. Aquella radio primero sirvió para cantar canciones y goles… Del Elche y del Madrid, por supuesto. Y sirvió también para que comenzáramos a jugar a ser reporteros.
Luego, a medida que íbamos creciendo, fuimos dejando el micro de lado, pero la radio siempre estuvo con nosotros. Hoy creo que aquel regalo, que ninguno de los dos había pedido, pero que se acabó convirtiendo en el mejor regalo, fue el que acabó despertando mi vocación como periodista.
No obstante, pese a esa influencia especial de mi familia con los Reyes, por casa también pasaba, y sigue pasando, Papá Noel. Que le pregunten si no a mi tío, que en su tiempo libre debía ejercer como poco de Elfo, porque ha habido pocas Nochebuenas a las que no llegara tarde… Eso sí, por lo menos, siempre, cargado de regalos.
Ya, para terminar, me gustaría acabar con un cuento. Relata Eduardo Galeano en uno llamado «Nochebuena» que, en vísperas de la Navidad, el director de un hospital de niños en Managua se quedó trabajando hasta muy tarde. Cuando empezaron a lanzar fuegos artificiales, decidió marcharse a su casa, para festejar con los suyos. Pero, antes, decidió dar un último paseo por la sala para ver si estaba todo orden.
Entonces, se dio cuenta de que unos pasos lo seguían. El médico se giró y vio a uno de los niños enfermos; un niño que estaba solo, y cito textualmente a Galeano, con «su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso».
El doctor se acercó y el pequeño lo rozó con la mano…
– «Dile a… -susurró el niño-. Dile a alguien que yo estoy aquí».
Ese «dile a alguien que yo estoy aquí» define muy bien el desamparo, e ilustra a la perfección la necesidad que todos tenemos de estar rodeados de la gente a la que queremos… Y más en estas fechas.
Creo que haciendo balance, al final, todas mis Navidades han sido felices, muy felices. Y han sido muy felices porque nunca he necesitado pedirle a nadie que cuente que estoy aquí.
Es verdad que muchas personas queridas se han ido en estos años, pero siempre nos quedarán los recuerdos de aquellos momentos vividos con ellos. Yo prefiero quedarme con eso.
¡¡Feliz Navidad!!«
María Pomares Sánchez – Elche, 8 de diciembre de 2016
Deja un comentario