Belén y el nacimiento del hijo de Dios
Artículo publicado en la revista ¡Aleluya! nº 1 (2006) de la Asociación Belenista de Valladolid
A la entrada del caserío de Belén, existía en tiempos del siglo I una amplia edificación con un gran patio adosado, que tenía amplios porches de madera a modo de soportales que le rodeaban. Patios y soportales en los que se apretujaban animales de carga junto a sus dueños y usuarios en ocasiones como las que vivió un humilde matrimonio llegado desde Nazaret. No había lugar ni allí ni en los varios pero muy reducidos cuartuchos interiores que también se alquilaban, en ocasiones de gran afluencia de peregrinos, a los más pudientes, a cambio de muy subidos precios.
En aquella posada con un diáfano patio abierto y a pesar de sus minúsculos aposentos privados, no pudo hallar asiento acomodado a su pobreza ni a sus especiales circunstancias, aquel matrimonio formado por José y María, “La Virgen” por excelencia. Al menos, en aquella ocasión como en ninguna otra, aquel mesón pueblerino estaba atestado de nómadas del desierto que solían venir a Belén con regularidad para vender sus tejidos manufacturados de lana y aun de pelo de camello y sus quesos, para con su importe, comprar trigo, aceite y otros bastimentos, de modo similar al que hoy en día se puede ver. A estos nómadas rutinarios, se añadían por aquellos días otros muchos que llegaban con el único empeño de empadronarse como lo había mandado el Emperador de la poderosa Roma bajo cuya autoridad y dominio se hallaba toda aquella amplia región.
A nosotros nos puede resultar bella, sugerente y pintoresca aquella multicolor barahúnda de carretas desvencijadas, junto con el ruidoso y pestilente amasijo de camellos rumiantes, trabados con sus apeas, entre el rebuznar de los mansos asnillos, mientras las mujeres se disputaban algún pequeño rincón situado al abrigo de las corrientes de aire del frío diciembre. Añade acertadamente un perfecto conocedor de los modos de vida y de las costumbres orientales, cómo sobre toda aquella amalgama de seres humanos se dejaba sentir el fuerte hedor como a grasa caliente que, desde Grecia a Egipto y desde Argel hasta Teherán exhalaban sin distinción las multitudes de Oriente.
Por todo aquello precisamente, aparte de que el tiempo apremiaba porque “se habían cumplido los días en que María debía dar a luz”, José decidió instalarse con su esposa en alguna de las muchas grutas que había en las afueras de Belén, cuevas que cumplían con la misión de servir de refugio como establos para los ganados y rebaños de ovejas y cabras, como aún ocurre en el tiempo presente. En una de las esas grutas nació el Pastor de nuestras almas, Cristo, El Señor. San Justino mártir que escribió en el siglo II y conocía a la perfección aquellos lugares, habla de ellos profundamente testificando y señalando inequívocamente el lugar de nacimiento del Hijo de Dios. Antes, el evangelista San Lucas había resumido en su evangelio (2, 7) cuanto conocemos sobre tan gran acontecimiento y al tiempo tan sencillo y humilde en sus modos y tan deslumbrante y refiriéndose a la Virgen María, dice “…y trajo al mundo a su Hijo primogénito y lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre”.
En cuanto a la idílica escena y a la compañía de un buey y un asno junto al pesebre, según nuestra costumbre al instalar el Nacimiento familiar, tiene origen en el evangelio apócrifo llamado de “La Natividad”, rememorando palabras que se leen en las Sagradas Escrituras, capítulo I de Isaías donde dice “… conoció el buey a su amo y el asno el pesebre de su Señor”, y el profeta Habacuc precisó “… Te manifestarás entre animales…”, concepto y palabras que la liturgia cristiana, en un responsorio del Oficio Divino de la Navidad, recogió de este modo “…Gran Misterio y admirable Sacramento fue el hecho que unos animales vieran yacer a Dios en un establo”…
Hoy, a los que hemos tenido la dicha de visitar la iglesia de la Natividad de Belén, soberbia basílica constantiniana, nos da la impresión de majestad en su aula litúrgica contrastando fuertemente con la sencillez de la gruta-cripta en la que se manifestó la Misericordia Divina, a la que hay que bajar por una empinada escalera. Allí, en el lugar preciso donde se asentó el pesebre, una sencilla estrella de plata define el lugar del nacimiento de Jesús. Más rica y de mayor diámetro, fue otra estrella de los más ricos metales, que la reina de Castilla Isabel la Católica envió a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa que, colocada en aquel tan santo lugar, fue más tarde robada en la ocupación de los mamelucos.
El acontecimiento que tuvo lugar en tan sencilla cueva no debía permanecer en secreto según los designios de Dios Padre y unos pastores que se hallaban en los alrededores haciendo la vigilancia nocturna de sus rebaños recibieron la visita de un Ángel del Señor que se apareció ante ellos mientras el esplendor de su gloria los envolvió. Sintieron miedo, pero el Ángel les confortó “No temáis: os traigo una nueva noticia, pues hoy en la ciudad de David, acaba de nacer un Salvador, el Mesías, El Señor”. Fueron a toda prisa y encontraron a María y a José y al recién nacido reclinado en el pesebre y de allí marcharon glorificando a Dios, como lo narra san Lucas. El cielo había revelado a los humildes lo que todo el mundo ignoraba, como era la aparición en el mundo de quien había de calificarse a sí mismo como “El Buen Pastor”.
Vidal González Sánchez