Andalucía La Baja en las figuras de Ángel Martínez, por Letizia Arbeteta Mira
Ponencia XLI Congreso Nacional Belenista 2003
No hace falta insistir en la gran antigüedad de la tradición belenística en nuestro país, pese a que aún haya gente que sigue creyendo ese tópico infundado de que Carlos III trajo el belén a España. Por supuesto, trajo el suyo personal y alguno más, pero ahí para la cosa.
El hecho de que no arraigase en la península el belén al estilo napolitano, pese a su perfección, indica que la sociedad hispana manifestaba de otra forma la presencia de lo costumbrista y cotidiano. Si bien se mira, y como ya hemos manifestado en anteriores trabajos, el propio belén Riquelme, la obra más conocida de Salzill0, tampoco es napolitano, pese a ser hijo de Nicolás, escultor natural de esta localidad. Ni son napolitanas las escenas, ni los tipos, ni la representación mística de la natividad entre los arcángeles. Remontando los cauces de este río vemos que lo anecdótico, la escena cotidiana, contemporánea del devoto, ya aparece en las primeras manifestaciones plásticas de la Natividad, pues el propio relato evangélico la introduce, como una ventana temporal, en el contexto de la narración bíblica, al describir brevemente las tareas y la forma de vivir de los pastores que son testigos del celestial anuncio. Desde los sarcófagos paleocristianos a los capiteles románicos, iluminaciones, frescos, tablas y lienzos medievales, los pastores están presentes con sus instrumentos musicales, sus cayados, los animales del campo, los apriscos y las cuevas, en las que preparan sus manjares, pobres o suculentos, guisos, calderetas, sopas, migas, gachas, al lado de una bota de vino.
Como en lenta procesión que se dirige al Portal, los personajes de las loas, pastoradas, autos de Navidad, corderas y otras manifestaciones dramáticas -origen del teatro europeo medieval- se van plasmando en tipos individualizados: el bobo, el pillo, el gracioso, el bueno, el listo, la gitana, las parteras y otros personajes de fondo que dan volumen y riqueza a la acción escénica. De esta forma, pasamos de los tres pastores representando las tres edades del hombre, las tres actitudes ante la vida, a todo un abanico de actitudes humanas y caracteres, ya no sólo pastoriles, sino también aldeanos y otros que se afanan en menesteres varios. Pronto, al crecer en número de figuras y separarse definitivamente del espacio sacro, los altares u oratorios, los belenes ocupan espacio en las habitaciones domésticas y se expanden mostrando una serie de escenas anecdóticas, que ambientan los episodios clave de la infancia de Jesús (Anunciación, Desposorios, Visitación, Nacimiento, Adoración de los Pastores, los Magos y Herodes, Adoración de los Magos o Epifanía, matanza de los inocentes, Sueño de José y Huída a Egipto, además de Jesús entre los Doctores). De esta forma, los antiguos pastores, que representan a los humildes de este mundo, se transforman en todo aquel que se afana y trabaja, tanto en el mundo rural como en el de los pueblos y aldeas del entorno. El resultado final es que el belén se acerca así al corazón de las gentes sencillas que lo contemplan, como si todo hubiera sucedido entre ellas.
Sin embargo, lo que parecía obvio siglos atrás, se paraliza en el siglo XIX. Las causas de este fenómeno, que abarca otros aspectos de la piedad visual, no están todavía claras, pero cabría buscarlas en la influencia de los descubrimientos arqueológicos, lo que implica que el mundo bíblico, tantas veces inventado, empieza a conocerse tal como pudo ser, y se ponen de moda las figuras con túnicas, turbantes y velos, ataviadas «a la hebrea», no menos imaginadas y anacrónicas que las tradicionales del sombrero «a la federica», la montera o la caracterización de la campesina manchega. Pero, con todo este alboroto, se ha cerrado el paso a nuevos personajes. Apenas una tímida castañera o el «caganer», ese payés tras la masía, en plena tarea, apenas alguna otra nota irónica, pero los pescadores parecen San Pedro, las pastoras Séfora, los reyes el cortejo de Aladino y un grupo de judíos imposibles están matando el animal impuro por antonomasia, el cerdo. Tocan la zambomba jóvenes beduinos y baila el bolero una morenita de barro pintado que podría ser la hija de Jairo. Pero todo tiene su excepción.
Y, en Andalucía la Baja, la excepción se llama Ángel Martínez.
La vida de Ángel Martínez García es suficientemente conocida por muchos de ustedes, por lo que recordaremos los rasgos principales de su biografía: nació en El Puerto en 1882, y aprende carpintería y ebanistería con su padre, quien trabajaba en ocasiones para un colegio local, el de San Luis Gonzaga. Parece ser que el joven Ángel comenzó a modelar figuritas de barro, especialmente sacerdotes similares en su aspecto a ciertos profesores, que los alumnos adquirían por su espontaneidad y gracejo. Pronto, la oferta se amplió a otros tipos, posiblemente inspirados en personas de la localidad que los chavales reconocerían sin problema. En definitiva, un fenómeno parecido al que dio lugar al pintoresquismo de los belenes napolitanos, pues Ángel sin duda, se inspiró en las figuras locales para nacimientos, a donde pudo acudir en busca de modelos para su galería de tipos. Existe un enigma sin resolver en este caso, pues desde el siglo XIX, las figuras realizadas en El Puerto de Santa María, que representan principalmente campesinos y pastores, pese a ser tradicionales en el mundo del belén, poseen rasgos propios, al igual que las granadinas de la familia Rada, que mezcla el estilo hebreo con los atavíos del campo andaluz, produciendo un híbrido muy característico. Estas figuras, producidas en varios alfares, algunos sin horno, se decoraban con pigmentos y han llegado hasta nosotros en muy malas condiciones. Quizás uno de los ejemplos más antiguos sea el fanal que unas religiosas de El Puerto de Santa María donaron al gaditano doctor Zurita, con figuras de pastoras y pastores, además de un misterio minúsculo, al estilo barroco, con Jesús vestido y la cuna con Gloria de papel. El ángel, por su parte, recuerda a modelos granadinos y los ángeles lampadarios de las iglesias.
Volviendo al joven Martínez, pronto tuvo éxito con las figuras, pues eran cada vez más prolijas y más detalladas, por lo que podían ser consideradas como micro-esculturas (al igual que los barros malagueños y granadinos), o bien, colocarse en el belén, pues su tamaño, a escala, era el habitual de 12 cm. La producción de este artesano que hoy conocemos, indica que este fue el destino principal de su producción, obteniendo algún encargo ocasional, como las reproducciones de calesas, toreros, carros de vinateros, la imagen de la virgen Patrona o algún retrato.
Casó en 1909 con Milagros Gallardo. Aunque no tuvieron hijos, la sobrina de su mujer, Carmen Gutiérrez Gallardo, les auxilió en el taller, que rigió hasta 1966, tras fallecer el artista en 1946.
Amasadas con barro lebrijano de regular calidad, comenzó a marcar sus piezas en una época indeterminada, bien con las iniciales AM en la base, bien con el nombre completo, a veces con indicación de su taller en la Calle del Postigo. Finalmente, coloca su sello en la superficie de la obra. Las piezas se distinguen por su vibrante colorido, mate, algo terroso como es de tradición en la zona, y la base impresa con la arpillera donde las piezas se ponían a secar; el fuego de baja temperatura les dotaba de cocción irregular, lo que unido a la presencia de alambres, necesarios en muchos casos para sostener partes delicadas, provocó el deterioro de las piezas, al oxidarse las partes metálicas por efecto de la humedad ambiental.
Sin embargo, estas pequeñas figuras constituyen hoy un apreciado elemento de coleccionismo y distinguen todos los grandes belenes señoriales de Andalucía la Baja y aún de Extremadura. Conocemos en Sanlúcar de Barrameda y Jerez conjuntos que, hasta hace unos años se conservaban completos y que alcanzan las doscientas figuras, incluyendo accesorios tales como casas, cobertizos, pajares, puentes, castillos y celajes pintados; pocas son las asociaciones belenistas que no tienen alguna pieza suya, existiendo buenas colecciones en Madrid, Jerez y Barcelona, por poner algún ejemplo bien conocido.
Sus moldes no han corrido la misma suerte que muchos de los talleres murcianos, perdidos para siempre o modificados hasta resultar irreconocibles, sino que se han conservado en manos de la familia que, con excelente criterio, ha acordado su utilización para réplicas exactas, a través de los Sucesores de Ángel Martínez, quienes, desde el año 2000, están rescatando un acervo sorprendente y, poco a poco, aún en nuestros días, sistematizan, con una seriedad que podríamos calificar de científica, todo lo que hoy resta de la producción de este artesano tan singular que, para muchos, merece el título de artista, pues es uno de los pocos que podríamos calificar de «primitivo».
Andalucía la Baja en las figuras de Ángel Martínez
Ángel Martínez tuvo éxito posiblemente por dos razones: el tamaño de sus figuras «estándar», que se avenían a las usadas en la zona para los belenes, incluídas las procedentes de Granada, y porque reflejó toda una sociedad, el corazón y el alma de un pueblo.
Quizás este sea su mayor acierto y lo que hoy atrae diversas miradas, ajenas muchas de ellas al mundo del belenismo.
La Andalucía de Cádiz, Jerez y los Puertos (Puerto de Santa María, Puerto Real, San Fernando, Sanlúcar de Barrameda) es una Andalucía peculiar, atlántica, de sal marinera, marisma y campos, de viñedos, tunas y navazos, abierta al océano al tiempo que profundamente campesina. Sus ciudades de casas encaladas y calles estrechas y largas bullen de animación; la vitalidad de los oficios es aún palpable; los tipos permanecen. Es la Andalucía de la aventura americana, de los indianos, de palmerales y araucarias, casas con miradores y cortijos salpicando las lomas donde la albariza madura las uvas y los flamencos, ánsares y gallaretas se encaminan a Doñana. Una Andalucía que, hasta bien entrados los años sesenta, mantenía sus estructuras sociales y modo de vida tradicional casi intactos.
Si examinamos viejas fotografías de la zona, especialmente las que van de 1900 a 1930, años de su mayor producción, vemos que la sociedad, muy estamentada, se dividía entre los que lo poseían todo y veían las facetas pintorescas de su entorno como un atractivo más, y aquellos que debían adaptarse a circunstancias nada fáciles.
En los años ochenta del siglo XIX, época de la niñez de Ángel Martínez, el mismo Puerto de Santa María se diferenciaba poco, visto desde la ría, de los grabados renacentistas del «Civitatis Orbis Terrarum», donde aparece reflejado. Las barcas de vela latina, los juanelos leves como alas de golondrina, entraban y salían de las vías fluviales y la bahía, donde los pescadores y mariscadores se afanaban al compás de las mareas, las salinas reverberaban al sol y en los puertos diversos se embarcaban y desembarcaban diversas mercaderías. Curiosamente, Ángel Martínez se las arregla para reflejar este mundo de bajamar, insólito en un ámbito donde todo lo relativo al agua se limita a lavanderas y algún pescador de agua dulce. El belén de Ángel Martínez tiene mar. Mar y playa, con sus caños de agua dulce, donde nadan los patos, los boyeros charlan y las mujeres lavan la ropa atentas al ir y venir de las barcas. En las rocas, pescadores con sus largas cañas, sombreros de campo y los pantalones remangados salpicados como islotes enmedio de la marisma. Una madre pasa por algún inestable puente de tablas, sujetando con cuidado a su niño. La madre viste como las mujeres de las fotografías. No es una hebrea, es una gaditana portuense como las vecinas de los Martínez. Quietos bajo el sol, los espulgabueyes parecen viejas estatuas votivas a lomos de las grandes bestias. Una barcaza, sujeta por poleas y maromas transporta hombres y caballerías de un lado a otro.
En el campo, pacen los toros y las ovejas, atendidas por gañanes y pastores con sus perros, que les procuran agua y comida. De cuando en cuando, la graciosa arquitectura de una fuente, al gusto neoclásico imperante en la zona, rompe la monotonía del paisaje. Fuente que no se ha inventado Martínez, pues similares las hay por doquier, incluso a la orilla del mar. Donde hay agua hay frescor y a la vera del agua descansa el buey tumbado, vagabundea el pavero niño, o la madre lava en el pilón y la niña le imita en el barreño. La cerda ha parido y vigila sus lechones mientras el granjero se asoma por la valla. Andando el tiempo, les llegará su San Martín y caerán bajo los cuchillos en gloriosas matanza, espectáculo apto para niños, por lo que se vé.
En los oteros, los toros bravos corren, levantando una polvareda. Pronto se realizará la tienta, que mostrará su casta y valor.
Las chumberas o tunas se elevan, con sus crestas ariscas, delimitando gallineros como una empalizada o bordeando los caminos, rotas sus hileras por cañaverales y palmas. Los sabrosos higos chumbos se recogen, se cargarán en las alforjas para venderse en la ciudad. Palmeras, chumberas y piteras, a veces realizadas con expresividad asombrosa, no faltan en la obra de Ángel Martínez. Los personajes son como sus figuras, cetrinos y serios, con su camisa y sombrero bajo el sol de agosto.
Rechinando, la carreta con las botas de vino avanza por el camino, igual que las asombrosas reproducciones del artista, realizadas con todo detalle, lo que demuestra la capacidad de Ángel para captar hasta el menor detalle del campo y sus labores, en el que campesinos curtidos, de camisas albas, impecables y pantalones remendados se afanan indiferentes, como el leñador, a los turistas que descubren la realidad de montar en burro por primera vez, o las señoritas de la buena sociedad que van en calesa a los toros en Sanlúcar durante la visita de la reina Victoria Eugenia.
Los vendimiadores cargan con los cestos, el aguador con su cántaro, y en el frescor de las bodegas, trabajadores que parecen modelados por el artista se reúnen para tomar el vaso de vino, dudoso privilegio que algunas firmas vinateras pregonan conceder cuatro veces al día (con las inevitables secuelas). Después, el vino emprenderá su viaje, quizás hasta ultramar.
La ciudad es un animado zoco bajo el sol de la mañana. El trajín y el vocerío son grandes. Transeúntes, amas de casa, rapazuelos y gentes de toda condición cruzan las calles. Son numerosos los pregones, quien vende, quien repara. Antes del alba el panadero coció su pan, y el hortelano vino con su borrico, durmiéndose a veces sobre este, que le llevó a donde quiso. La calle bulle de gente, los jóvenes lecheros, niños más bien, reparten la leche. Pero no todos los rapaces son tan trabajadores. Los hay traviesos y de la piel de Satanás, como este que pinta, sobre la calva del viejo dormido en el paseo, una cara sonriente, mientras la vieja comienza a abrir el ojo y calcula cómo de rápido le dará un pescozón antes de que se escurra.
En las azoteas, las mujeres comienzan la penosa tarea de la colada, indispensable para mantener la ropa blanca; en las cocinas, se afanan ante los fogones y anafres, los mismos en los que la buñolera prepara sus productos.
La chiquillería llena la calle con sus voces… hasta que aparece el maestro. La letra con sangre entra y algún golpe de vara es antídoto contra la distracción. Tras la puerta la cartilla, una niña llora, aplastada por la humillación de portar las crueles orejas de burro; otros se afanan, alguno se rasca la cabeza tras probar el jarabe de palo, sin duda una buena pieza con los fondillos del pantalón rotos, y el dómine, con su corazoncito al fin y al cabo, cae seducido por la gracia de la niña pelota, quizás acusica. Era otro método, sin duda, bien diferente del actual.
Pero no todo son trabajos. También hay que divertirse y en los patios y balcones cotorrean las vecinas, reuniéndose en tomo al brasero con los primeros fríos invemales. Es el momento de los romances, las canciones, los relatos misteriosos y los cuentos de terror, además de recordar los crímenes sin resolver y otros sucesos atroces. Pero si es Navidad todo es alegría. Se canta, se baila y se come, haciendo coro con los almireces, la pandereta y la guitarra. Los antiguos trajes de volantes, que ya asombraran a los romanos, aún se ven por las calles.
Allá van nuestros pastores, hacia el belén, uniendo de nuevo el antiguo relato de la Natividad; allá van, con sus batas y moños años treinta, sus sombreros de paja, el viejo y la vieja con la zambomba y las sonajas, ella con delantal; allí están todos, todos los que Ángel Martínez vio, todos sus vecinos, todos los animales del campo, las aves de los humedales y marismas, la viñas y los interminables caminos de piedras; allí están las puertas de los pagos y cortijos, los mulos y los bueyes, allí está su mundo, poblado de abuelas y rapaces, alguna en buen apuro, los humildes aguadores, las mujeres que lavan, las gitanas canasteras, la de los melones, la huevera, el viejo de las verduras, allí están todos, incluso esos tres reyes de los que el más viejo anda encorvado como su caballo, camino de un portal que se parece al de otros belenes, quizás catalán, quizás granadino, con o sin Gloria, porque los misterios no son cosa suya, él pone la gente, la gente que va a ver a Jesús.
Mientras otros ponen el cielo, Ángel Martínez pone a sus vecinos. Gracias a él, Andalucía la Baja vivirá para siempre en el belén.
Letizia Arbeteta Mira